Por Cynthia Rimsky
Hace un par de años, cuando comenzaron las protestas estudiantiles, en Agustinas con Amunategui divisé una marcha de trabajadores de la salud, la mayoría eran mujeres y llevaban delantales azules o verdes muy amplios; sus cuerpos parecían sacos informes, asexuados. Hacía calor, llevaban largas cuadras coreando consignas ante la indiferencia de los peatones; lucían transpiradas y con el pelo en desorden, los sacos verdes y azules mustios. El aumento por el cual sudaban era mínimo: en vez de 200 o 300 mil pesos, 215 o 315 mil, no alcanza a costear la locomoción entre sus casas y el trabajo.
Entre las manifestantes y yo había una mujer que hablaba por celular y caminaba aprisa sin perder la elegancia, o era su ropa lo que le imprimía elegancia a su paso. No soy experta en pilchas, pero tanto los accesorios como el vestido entallado negro y los zapatos de taco alto, el corte de pelo, eran finos, exclusivos, caros. La mujer era la entonces diputada Carolina Tohá. La algarabía de las manifestantes hacía imposible no verlas, sin embargo, la diputada no dejó de caminar con el teléfono junto al oído. El ritmo acompasado de sus largas piernas, el tono firme de su voz impartiendo instrucciones a alguien al otro lado de la línea, logró algo prácticamente imposible: convertir a las sudorosas mujeres que reclamaban un aumento de salario y mejores condiciones laborales en un excéntrico decorado. Imaginé que una patrulla de empleados tomaba el decorado por los cuatro costados y lo retiraba de escena. En la calle quedaba esta otra mujer, resuelta, elegante, elegida para ver y velar por nosotros y que en ese momento no hacía ninguna de las dos cosas.
El domingo pasado el invierno pareció retirarse. Alguien -supuse que los jóvenes del tercero-, subió el volumen de los parlantes y comenzó a tocar. Dudé si pedirles que lo bajaran, pero se callaron, fue así durante toda la mañana. Por la tarde comprendí que se trataba del recital en homenaje a los 50 años de Los Jaivas.
Siempre pensé que en todo el mundo, los domingos eran como en Santiago, con los comercios cerrados, las calles vacías, la gente encerrada en sus casas. Hasta que salí de Chile y me di cuenta que otras ciudades están abiertas y expectantes de gente que busca estirar y disfrutar el fin de semana. Este domingo salí a encontrarme con una amiga y me encontré con un domingo alegre, expectante, lleno de gente que había decidido salir de su casa para divertirse y gratis.
A la gente se le notaba esa alegría que -nos prometieron- reemplazaría a la dictadura y que terminó en deudas, rabia, aprovechamiento, usura, depresión. Ignoro si la gente salió de su casa sola y se encontró con amigos en el camino o se hizo de nuevos amigos, andaban en grupos y me contagiaron. Una viajera me había traído del Duty free una petaca de whisky y con mi amiga la fuimos bebiendo por la calle recordando nuestra adolescencia en dictadura. Desde la muñeca gigante que no veía tantas ganas de pasarlo bien en la calle.
Al día siguiente no pude creer cuando leí y escuché las noticias: que habían destrozado el barrio, el parque, las calles, que nunca más se haría un evento igual… Y más abajo, la fotografía de una casa quemada supuestamente por los mapuches. El día siguió en la misma tónica. Detrás de todas las declaraciones olía ese tufillo a miedo a todo lo que sale de los márgenes, a la pasión, la alegría, el desborde. Esa ansiedad histérica por mantener el orden a toda costa me recordó a mi madre, cuando nos impedía usar el living porque era para las visitas. Crecimos, nos fuimos de la casa y nunca usamos el living. Al final mi madre lo tuvo que regalar porque, a pesar de que estaba impecable, ya no iba con la moda. Detrás de este control, hay un terror a la poblada, a que el pueblo se salga del corsé y se le ocurra irse contra los ricos, por eso hay que tenerlo bien endeudado, bien reprimido, chuparle la líbido, dejarlo encerrado en la casa frente a la TV.
Por qué, en vez de demonizar a los asistentes, no se preguntan cómo es que las autoridades de la comuna de Santiago realizan un recital gratis de un grupo tan querido como Los Jaivas en una calle estrecha, junto a un parque, donde a lo más caben 3 mil personas, sin basureros, empleados que barran o baños químicos, en circunstancias que existe el Parque O Higgins. Dónde está el titular que dice: “Autoridades metieron la pata con recital de Los Jaivas y piden disculpas a la gente por el hacinamiento”.
Me cuentan que la alcaldesa, otrora diputada, subió entusiasmada al escenario. No creo que haya usado el mismo vestido que en Amunategui, seguramente este otro combinaba con el telón de fondo del majestuoso Museo de Bellas Artes y terminó combinando con el “horror”. Cuando los poderosos dicen que a este país le falta cultura, no entienden que cultura es la sabiduría de ver al otro y velar por él.