Por Cynthia Rimsky
Llevo una semana en Buenos Aires en un encuentro literario, no me siento feliz ni cómoda representando un papel que me queda como esos vestidos hechos a la medida de un desconocido. Mañana tomaré el avión de regreso a Santiago y aún no visito el río de La Plata. No cualquier capital tiene la dicha de reposar junto a un río, pero uno lo olvida. La distraen los cafés, las calles, las librerías, un panel, una presentación, y olvida el río. María, amiga de un amigo argentino que vive en Chile, fotógrafa, se ofrece a acompañarme. Por la noche anuncian lluvia. Veo caer los primeros goterones desde la ventana de un café, el último café antiguo que queda en Palermo. Vuelvo a la casa en la que alojo dispuesta a renunciar al río, cuando telefonea María para decirme que no está lloviendo. Compramos unos sándwichs y cruzamos Puerto Madero.
El único río que aparece es una marina de yates. “Paciencia”, me advierte. Unos pocos comensales, que también escapan de la rutina laboral, comen en mesas de baquelita mientras los chorizos humean en la parrilla. Como no venden latas de cerveza, escondo la botella de litro bajo mi chaqueta; entramos a la Reserva del río de La Plata como dos fugitivas. María dispone de una hora para almorzar. “El río queda lejos, casi un kilómetro”, me advierte, caminamos por un sendero de tierra entre alisos y sauces. Comienzan a caer goterones. Nos miramos. “Vamos a tener que recurrir al plan B”. “Mujer de poca fe, son apenas cuatro gotas”, le digo. “Allá no tendremos ningún lugar donde resguardarnos, volvamos”.
El plan B consiste en introducirse subrepticiamente en las dependencias de un club de pesca. Antes de la privatización todos los lugares eran de libre circulación. Ahora solo queda este club venido a menos. “El faro de allá es precioso pero solo pueden entrar socios”. Dos aburridos garzones conversan en el pequeño balcón del segundo piso. Al vernos, se levantan. Nos permitirán comer los sandwichs pero no la cerveza que deberemos comprar por segunda vez. “Está húmedo”, dice María, enojada consigo misma por el fracaso. Un cartel obstruye la vista al río. De pie sobre el canto de la tela hay algunos pájaros; levantando el pescuezo por sobre el lienzo, diviso el agua que corre. María me cuenta que los días despejados se alcanza a distinguir la costa de Colonia, en Uruguay. Una amiga suya le propuso comprar allá un terreno, pero ella no tiene dinero. El próximo año la empresa para la que trabaja se mudará lejos del centro y tendrá que viajar en autobús una hora de ida y otra de regreso. Lleva quince años trabajando en lo mismo y está cansada. “Ahogada”, dice. “Ahogada”, repito. Las cosas del otro lado siempre se ven mejor que de este, pienso, aunque sean iguales. Estamos lejos de la orilla, casi no vemos el agua, los pájaros cantan. Hace mucho que terminó la hora de colación. María lo sabe. Yo lo se. No recuerdo lo que hablamos, tal vez no hablamos. En los viajes se alcanza la intimidad con otro de una manera tan simple: miramos el río y soñamos con la otra orilla. Le digo que finalmente no cayó el aguacero. “¿Y si hubiese llovido?”
De regreso en Santiago me llega una carta suya: “Ayer se desató una sudestada, el río parecía mar del plata. Unas olas de susto. Refrescó un montón, pero está queriendo salir el sol, anda ahí forcejeando entre las nubes. Está precioso”. Le pregunto si tiene una fotografía del río. “La paradoja es que ese mismo día llevé en la cartera una cámara: a veces me parece obsceno utilizarla o, en todo caso, no cuadra ninguna necesidad, y elijo dejar que el recuerdo quede fuertemente agarrado sin imagen alguna que no sea la reinventada. Qué se yo”, escribe.
Hoy en la mañana, al abrir el correo, encuentro ocho fotografías. María volvió ayer al río durante su hora colación en compañía de una amiga para tomar las fotografías que acompañarán el relato de esa tarde. “Media tarde de recuerdos y excusas para escapar… Un otro momento en ese mismo lugar. Mi amiga recordaba otros encuentros. Tan distinto hoy, con y sin melancolía recuerdo el nuestro. El revés del cartel presentó otras cosas que me dio por enumerar. Los cantos de los pájaros y ellos mismos se abstuvieron. El lugar estaba vacío. Nadie en el bar. Alguien en la entrada que no preguntó nada cuando avancé tras la barrera. Abrí la puerta del balcón. Nadie vino. Todo raro y muy rápido. Y tanto silencio. Como dos ladronas estuvimos y nos fuimos. Ahora escucho a Ney Matogrosso en su Mi Par D’udir Ancora. Casi como los pájaros aquel día en el cartel… Hoy llevé a un compañero de trabajo, una galleta exquisita con almendras que me trajo un colega que volvió de un viaje a Francia. Mi colega me preguntó si yo disfrutaba haciendo feliz a los demás. Me sorprendí, contesté que sí. Me hizo feliz alcanzar a mi amigo la galleta que, por pudor, él no quiso ir a buscar, y que luego disfrutó como ninguno. No sé por qué te cuento esto. No sé por qué me cuento esto. A estas horas además. No puedo evitar pensar que si hago feliz o un poco menos infeliz a alguien, con un gesto, una carta, una foto, quizás yo sea feliz también. Suena medio pelotudo o inocente, en todo caso”.
FOTO: MARÍA ARAMBURÚ