Por Cynthia Rimsky
A los catorce años mi madre me dijo que al cumplir quince me regalaría el anillo que desde que tengo memoria llevaba alrededor de su anular. Era una delgada argolla de oro con tres diminutos brillantes que mi bisabuela regaló a mi abuela y ella a mi madre a los quince años. Desde que me lo dijo comencé a contar los días para mi cumpleaños.
Recuerdo haber pensado que si tenía una hija, también tendría que regalárselo cuando cumpliera quince. ¿Qué sintió mi madre al quitarse aquel diminuto anillo que la acompañaba desde los quince años para continuar con una tradición que ella no escribió? No recuerdo en qué circunstancias recibí el anillo. Sí, que mi madre me confesó que de los tres brillantes, dos eran circones, y me enseñó a reconocerlos, por su menor brillo, sus redondeces y un tono más oscuro. En la Edad Media, se creía que los circones procuraban el sueño, favorecían el honor y la sabiduría, así como la prosperidad. Incluso se creía que alejaba las calamidades y los malos espíritus.
Tener un anillo de oro con un brillante y dos circones es una gran responsabilidad para una joven de quince. Debe haber sido el único objeto que no extravié. Imagino cómo debo haberlo cuidado. Había salido de la universidad y arrendaba una casita con piso de tierra, en sociedad con unos amigos, en Ritoque, fuimos a la playa y al levantarnos para volver a la casa, me di cuenta que no tenía el anillo; miré largamente la arena y me pareció imposible encontrarlo, aún así nos pusimos en cuatro patas a buscarlo y lo encontramos.
Por ese tiempo me enteré que una parte de la historia de la joya era falsa. Revisábamos con mi madre fotografías antiguas cuando apareció un hermano de mi abuela que no conocía. Le pedí que me contara sobre él. Me dijo que el tío Arcadio había trabajado como vendedor de joyas puerta a puerta en Concepción y él le regaló a mi abuela el anillo que yo llevaba en mi anular. “O sea que nunca fue una tradición”, le dije. “Como que no, tu tío abuelo se lo regaló a tu abuela a los quince, tu abuela a mi y yo a ti, eso es una tradición ¿o no?”
Tras publicar Poste restante, mi primera novela, me fui a La Herradura. Vivía sola en una cabaña. Había días que no conversaba con nadie. Escribía y leía, a la tarde caminaba. Al final de la playa había un paso bajo nivel, solitario, lleno de maleza. Al otro lado comenzaba un descampado de tierra, suponía que en algún punto debía llegar al puerto de Coquimbo. Era un paisaje desolado o mas bien desconocido, y sentí temor. El temor tiene que ver con las historias que me contaban mi madre y mi abuela, violaciones, asaltos, mutilaciones, secuestros… supongo que lo hacían para internalizar en mi una frontera interna que me impidiera ir más allá de los límites de lo seguro, pero si uno no va más allá de los estrechos límites que le imponen, ¿qué es lo que vive de más? ¿Y cuáles son esos límites?, ¿quién los fija? Cada vez que me arriesgué a ir más allá, en Chile u otros países, fui consciente de que elegía, por sobre el temor, el deseo de ver y vivir más allá.
Antes de internarme por esas soledades, me saqué lo único valioso que llevaba conmigo: el anillo con los dos circones y el brillante. Vestía unos pantalones verde oliva anchos, lleno de bolsillos con cierres, uno de ellos oculto dentro de otro, y lo dejé allí. El camino desembocó en una población. Había casas, estrechos pasajes, pequeños almacenes que vendían helados de cubo, hombres que parecían estar cesantes bebían cerveza en las esquinas, niños jugaban, algunas mujeres copuchaban entre ellas. No había nada que temer.
Sin embargo, el temor que me inculcaron cuando chica, tuvo sus efectos. Metí la mano en el bolsillo para sacar el anillo y me encontré con que al fondo había un agujero. El anillo había caído mientras caminaba. Deshice el camino una y otra vez hasta que no di más de cansancio. Volví al día siguiente y al siguiente, volví durante dos semanas, el anillo no apareció. Los primeros meses tuve la sensación de que había quedado desprotegida y algo malo iba a ocurrirme. No lamentaba el oro, el brillante o los circones, me torturaba el hecho de haber interrumpido una tradición.
Mi madre intentó consolarme diciendo que así como esa, yo podía inventar otra tradición. Hay noches en las que todavía sueño que pierdo el anillo y me despierto angustiada. Otras noches despierto y me pregunto si sigue bajo la tierra o alguien lo habrá encontrado. Si esa persona lo tendrá en su dedo anular o lo habrá regalado a su hija cuando cumpla quince años. Si es así, ojalá no se deje llevar por el temor.