Por Cynthia Rimsky
Huyo de Gualeguaychú. La noche anterior, mientras esperaba un bus que me acercara al centro, me sorprendió la mezcla de camionetas brillantes tipo Ranger y autos que se caían a pedazos. Todos los hoteles estaban llenos, excepto uno. La mujer sin peinar con un niño en brazos me llevó a una habitación con una moqueta sucia, los vidrios rotos, el baño lleno de pozas y una cama en la que aún latía el cuerpo anterior.
La ciudad está a junto al río Gualeguaychú, a kilómetros del río Uruaguay y del puente General San Martín, de 5,3 kilómetros de longitud, que la conecta con Fray Bentos en Uruguay. Allí es donde instalaron una planta de celulosa que no iba a contaminar las aguas y ya tiene contaminado el aire y las aguas. Todo a cambio de 300 empleos directos.
“Al menos podré ir al río y tomar una cerveza mirando las tranquilas aguas”, me dije. Nada pudo ser más distinto. La diversión de los gualeguaychianos consiste en abarrotar los restaurantes pretensiosos de la costanera y conducir el auto nuevo con la última moda en ropa. Ni siquiera al viento le dan ganas de sosegarse. Viven aquí los que se han enriquecido con la soja. Mientras en Gualeguay se reservaba el lujo para el interior y la gente comía helados en los asientos de la vereda, aquí después de comer en casa, la gente saca el auto nuevo para recorrer las cinco cuadras que hay hasta la heladería.
La cáscara es tan feble que al alejarme una cuadra de la costanera caí en la más absoluta oscuridad. A primera hora huyo. La lluvia ha barrido la noche. La luz matinal arropa las islas y el río. Una vez más en el terminal de buses, ahora con destino a Concepción del Uruguay.
Leonor, la dueña del hotel Lourd Mary, es química, pero se enamoró de esta vieja casa construida según la teoría antroposófica de que la luz debe venir desde arriba, a través de una gigantesca lucarna vidriada. Contrariando la opinión de su familia, puso todos sus ahorros en esta casa para construir un negocio del que nada sabe. Los diplomas en la pared de los cursos técnicos que ha seguido para poder administrar lo atestiguan “La reciclamos respetando su forma original, los muebles están hechos de la madera que quitamos para construir los baños, lo único que yo quería era ponerla en valor”, me dice. Recuerdo al administrador del club social. Hay personas que se sienten en deuda con el pasado.
Aquí la diversión consiste en venir con la esposa y la suegra, una hija o la madre, estacionar el automóvil en la costanera, sacar el mate, las galletitas, y escuchar la radio o el silencio. La cantidad de autos me hace pensar que todos los fines de semana o feriados hacen lo mismo. Como sus abuelos, sus padres, ahora ellos. No se hablan. Me pregunto si sería capaz de vivir así mis días. Trabajar de lunes a viernes y el sábado y domingo venir en auto con mi esposo y mi madre o mi suegra a tomar mate y mirar el río. Por supuesto, hay jóvenes, van con la radio del vehículo a todo volumen o beben cerveza y tiran la botella en la maleza.
Trozo la palta, el tomate, desenvuelvo el salame, corto el pan y descorcho la botella de vino, sentada en unos escalones, bajo las ramas de un Lapacho, muerta de frío a causa del viento, recuerdo una mañana en Barcelona; era el primer día con sol después de una ola de frío polar, deambulé por las terrazas de los costosos restaurantes ubicados en la costanera, dudaba si gastar o no dinero en un almuerzo, cuando descubrí a dos jóvenes sentados con las piernas cruzadas al borde del agua; compartían una botella de vino tinto, una lata de anchoas o sardinas y tostadas. Reían. Las gaviotas bajaban a comer las migas de pan que él les acercaba en la palma de su mano y eso los hacía reír más aún. Sentí que se podía ser feliz con tan poco, entré a un almacén, compré pan y queso y seguí caminando.
Por la mañana voy a una automotora que renta autos. Como no hay transportes a Parera, he decido ir en auto, pero la empleada advierte que mi carné de conducir está vencido. “Vaya en bus a Basavilbaso, también es una estación de trenes y a las colonias puede ir en taxi”.
Ignoro por qué razón llevo tres días dando vueltas alrededor de Basavilbaso si de todos los lugares en los que he estado partía un bus hacia allá. Podía haber cogido uno en Gualeguay, Larroque, Gualeguaychú. Mi abuelo paterno dejó Ucrania en un barco y se vino hasta aquí, alentado por la noticia de que el barón Hirsch, un judío millonario alemán, había comprado tierras para los inmigrantes que eran perseguidos en sus países. Mi abuelo llegó a la colonia Moisesville. Una plaga de langostas lo obligó a emigrar, esta vez a Santiago. A pesar de que Moisesville queda lejos, imagino que todas las colonias se parecían. Siento curiosidad, no imagino lo que puede ser, si todavía está en pie, si encontraré rastros de mi apellido.
La oficina de turismo de Basavilbaso está cerrada. La mujer que vende dulces, café y sándwiches en la estación de buses me informa sobre los dos alojamientos y señala la dirección que debo tomar para visitar el cementerio, la vieja sinagoga y la escuela. “Dígale al cuidador que le muestre el coche fúnebre en el que trasladaban a los muertos. ¿Piensa ir caminando?”. Asiento. “Es lejos”, agrega, pero si sigue la vía, no se perderá”. Lo que la amable mujer olvida mencionar es que Basavilvaso fue la capital de los trenes y está rodeada de vías. Lo segundo es que hoy comienza para los judíos el Día del perdón.
(continuará)