Por Elnuma Ditalca
Hacía tiempo que no salía. Veinte días de aislamiento y semipenumbra, sin leer o escribir, me empujaron ese jueves a la calle. La brisa fresca se mezclaba en las copas de los árboles y la calle empezaba a ponerse dorada. Miré los pinos del jardín de al lado y me acordé del que creció conmigo en mi casa del barrio de Flores. Mi abuelo lo plantó cuando nací. Pasaron ocho años -mi abuelo ya se había ido de casa- y el pino levantó las baldosas del patio, hubo que talarlo. Fue una tarde dorada de otoño, como ésta.
Empecé a caminar hacia la avenida. Cuando llegué al portón, en la ochava de la cuadra siguiente, entraban dos mujeres jóvenes cargando niños y bolsos abultados como sus ojeras. Se me cayeron un par de lágrimas. Las enjugué con un pañuelo de papel que retuve en la mano. El follaje de las rosas chinas en el cantero de enfrente me recordó que a los pocos pasos aparecería la casona que hacía tiempo ponía a prueba mi curiosidad. Me acerqué a la puerta y, en un impulso, tal vez por deshacerme de las lágrimas, arrojé el pañuelo por el buzón y retiré la mano enseguida, como se hace ante la Boca de la Veritá. Al soltar el pañuelo mis dedos atraparon un sobre. Lo guardé rápidamente en el bolsillo. En la placa del buzón leí: Querida Elena. A pesar de que la culpa quemaba mi mano, pudo más la curiosidad y empuñé el llamador de hierro. Contuve el aliento y di tres golpes.
La casa tenía un amplio ventanal con persianas verdes y vidrios que se repartían en rombos azules, rojos y amarillos, como el traje de un arlequín. Algunos domingos al anochecer los vidrios difuminaban destellos hacia la vereda. Arriba, un balcón con balaustrada se adelantaba a dos puertas-ventanas terminadas en un arco de medio punto; una construcción digna de espejarse en un canal de Venecia.
Acudió a abrirme un hombre con barba canosa, de mameluco y un cierto aire sesentoso; me cayó bien. Le pregunté si me permitía conocer la casa. El vestíbulo de puertas metálicas con vidrios verdes y amarillos llevaba al patio de baldosas ásperas con arabescos casi imperceptibles, había muchas macetas rojas con listones blancos donde sobrevivían malvones y geranios, una oreja de león y una palmera. Las baldosas y las macetas eran iguales a las de mi patio de Flores y las plantas, las mismas que en mi casa estaban siempre lozanas.
El hombre de mameluco apenas murmuró:
-Pa-paaa-paase, paaa-se… Y alargó el brazo para guiarme a las tres habitaciones cuyas persianas plegadas se abrían al patio.
De las paredes opacas colgaban estridentes pinturas sin marco, y sobre el piso de madera sin lustrar tambaleaban unas esculturas metálicas. Me asomé a la sala del ventanal, aquel por donde a la casa se le escapaba la intriga. Olí a madera recién encerada, las celosías filtraban unos rayos de luz que daban directo a un baúl. Quise ver más, pero pero el hombre de barba negó con la cabeza. Sin embargo, como en un arrebato, me dedicó una larga mirada y encendió las luces. Pude ver al fondo de la sala una alfombra roja, máscaras de cartón, antifaces de raso, sombreros de fieltro y una pila de sillas estilo vienés en un rincón. Sobre el baúl, apareció el retrato de una mujer de tez aceitunada y ojos oscuros almendrados con un dejo de tristeza. Después de alternar su mirada entre la foto y mi cara, quitó el polvo que opacaba el retrato y volvió a mirarme. Quise saber de dónde había venido el baúl, si guardaba algo, quiénes visitaban la sala y para qué. El hombre meneó la cabeza, y como quien comete una infidencia, intentó una respuesta:
– A veee-ces se re-re-recibe alguna carta, E-E-Elena res-respondía caa-casi tooodas-. Volvió a mirar el retrato y como disculpándose, agregó-: Aa-ahora se e-e-eligen la-laas historias paa-ra a-abrir la sa-sala.
Cuando apagó las luces se desprendió de la pared una máscara con la que tropezó. Me mordí para no reír como la máscara, la levanté del piso y el aroma a cera me llevó otra vez a mi casa de Flores.
Mi guía me condujo a la calle que se había puesto del color de los recuerdos. No quise seguir el paseo; volví a casa casi corriendo, y una vez ahí recordé el sobre en mi bolsillo. Desplegué el papel arrugado, la carta comenzaba con un Querida Elena.
El domingo siguiente, un afiche en la puerta de la casona anunciaba: Hoy no hay función.
Escrito en el marco del curso Las escrituras del viaje, a cargo de Cynthia Rimsky.