Por Michel de Montaigne
Suplir con lo ajeno mis propias carencias no me parece más incompatible que suplir las ajenas con lo mío, como así hago a menudo. Es menester denunciarlas por doquier e impedirles toda posibilidad de impunidad. Sin embargo, harto sé cuán osadamente trato yo mismo de emular mis hurtos, de igualarme a ellos, no sin la temeraria esperanza de poder engañar a los ojos de los jueces al discernirlos; mas es tanto gracias a mi aplicación como gracias a mi invención y mi fuerza. Y además, no lucho de golpe y cuerpo a cuerpo contra esos viejos campeones: hágolo con repetidas embestidas, menudas y ligeras. No ataco de frente; no hago sino tantear; y no me lanzo como convengo en lanzarme.
El hacer lo que descubierto en algunos, cubrirse con las armas de otros hasta no enseñar sino la punta de los dedos, elaborar el trabajo como hacen con facilidad los sabios en materia general, con las ideas antiguas remendadas aquí y allá, queriendo ocultarlas y apropiarse de ellas, es en primer lugar injusticia y cobardía, pues, al no tener en su haber cosa alguna para darse a conocer, intentan mostrarse con valores ajenos, y, en segundo lugar, gran necedad, al contentarse con ganar, por medio del engaño, la aprobación ignorante del vulgo, haciendo caso omiso de las gentes entendidas cuya alabanza es la única de peso y que fruncen el ceño ante la incrustación de materia ajena. Por mi parte, nada hay tan lejos de mi intención. No cito a los demás sino para mejor expresarme a mí mismo. No va esto por los centones publicados como tales; y he visto varios muy ingeniosos en mi época, entre otros uno, firmado Capílupus, además de los antiguos. Son talentos que despuntan en estas y en otras cosas, como Lipsio en ese docto y laborioso tejido de sus Políticas.