Por Amos Oz
La verdad es que ese fenómeno de la influencia es un gran misterio para mí. Nunca he entendido qué es en el fondo la influencia. A veces veo a personas desconocidas, o incluso a mí mismo, en un restaurante, pidiendo pescado y llamando al camarero medio minuto después para decirle: No, no, ¿sabe qué? Hoy mejor pollo, no pescado. ¿Qué les ha pasado por la cabeza? ¿Qué me ha pasado por la cabeza? No lo sé. Tampoco el que ha cambiado el plato lo sabe. Es un gran misterio. No he oído nunca en el Parlamento, ni siquiera cuando aún había grandísimos oradores, que un diputado de la oposición se levantase y dijese: “He oído su discurso y se me han abierto los ojos, me he dado cuenta de que tiene usted razón”. No ha pasado nunca. Hay cientos de volúmenes del diario de sesiones, pero no encontrarás allí esa frase. Tampoco en los tribunales. En toda la historia de los tribunales de justicia de todo el mundo, no ha ocurrido nunca que un abogado defensor o un fiscal se levante al concluir su discurso el letrado que está frente a él y diga: “He oído las palabras de mi colega y me he convencido de que tiene razón y de que yo estaba completamente equivocado”.
Hay una estupenda historia que encontré una vez en un diario de sesiones, y voy a hacer un paréntesis para contártela, porque hasta en los diarios de sesiones hay cosas bonitas. En el primer Parlamento hubo un diputado, Israel Guri, el padre del poeta Hayim Guri. Estaba en la Comisión de Economía y era vegano. Un hombre sensible y afable. Una vez subió a la tribuna de oradores y discutió con Yohanan Bader, diputado del partido Herut: “Diputado Bader, ¡usted realmente no es buena persona!”, y bajó. Unos minutos después, pidió permiso para volver a subir a la tribuna, “solo un momento”. El presidente le dijo: “Eso va en contra del reglamento”. “Pero es muy importante para mí, hágame el favor, solo una frase”. El presidente se lo concedió, e Israel Guri subió y dijo: “¡Diputado Bader, perdóneme por mi salida de tono, lo lamento, me avergüenza haber perdido las formas y haberle descalificado”.
A mí no me ha ocurrido ni una sola vez que alguien venga y me diga: “Te he leído y he vuelto a nacer. He oído tu discurso, he visto tu entrevista en la televisión, no hay nada que decir, tienes razón”. Nunca me ha ocurrido algo así. No sé si la conclusión es que las palabras no influyen en absoluto, o que a la gente no le gusta reconocer que ha sido influida. A los israelíes sobre todo no les gusta reconocer que han cambiado de opinión. Especialmente a los hombres israelíes. Un hombre israelí podría decirte algo que es opuesto en ciento ochenta grados a lo que te dijo hace un año. Pero cuando le dijeras sorprendido: “Pero si hace un año dijiste justo lo contrario”, él te respondería: “Para nada. Hace un año dije exactamente lo mismo que estoy diciendo ahora; sencillamente no me entendiste bien”. Por cierto, hace varios años dejé de ir a entrevistas a la televisión porque me di cuenta de que cuando decía que el Estado de Israel estaba en peligro de destrucción, al día siguiente, un montón de gente, conocida y desconocida, me paraba por la calle muy acalorada: “¿Qué has hecho? ¿Cómo has podido? ¿Te has vuelto completamente loco? ¡Nunca más vuelvas a ponerte ese jersey en la televisión!”. Así que, bueno, decidí dejar de aparecer en televisión, pero aquel jersey no dejé de ponérmelo […].
He hecho hincapié en la palabra “influencia”, en el sentido de hacer que las personas cambien de opinión. A eso me refería al decir que es misterioso. Hay libros que me han cambiado la vida, y también películas, o la Cantata 106 de Bach, que, cuando la escuché por primera vez, supe que ya no sería exactamente la misma persona. Y eso mismo me ocurrió con Crimen y castigo, y eso mismo me ocurrió con relatos cortos de Sherwood Anderson, de Berdichevsky, de Chéjov, y eso mismo me ocurrió con Sippur pashut de Agnón y otros relatos suyos, precisamente con sus relatos de amor y no con sus grandes novelas. Por supuesto, creo que eso también les ha ocurrido a otras personas. Sí, un libro, una película o una música pueden cambiarnos. A quien nunca en la vida le ha cambiado un libro, una película, un cuadro o una música es… es una persona desaprovechada. Y no solo obras de arte. Hay personas a las que un viaje les cambia muchísimo. Creo que a casi todo el mundo. Por ejemplo, yo creo que quien no ha pasado alguna vez un tiempo real, no un tiempo turístico con una cámara de fotos, sino un tiempo real en otro país, no entenderá su propio país. Quien no sabe al menos un idioma extranjero tampoco conoce su propio idioma. Incluso pienso que solo con el segundo amor uno empieza a comprender su primer amor. Eso creo. Muchas veces, la influencia no es una proyección sobre tus actos en el futuro, sino una nueva comprensión de lo conocido y sabido. Influencia en el sentido de impacto, de dejar huella. Me alegro que me hayas corregido. Llevabas razón. Me has influido y hasta lo admito. Un milagro.