Por Adolfo Bioy Casares
Yo hubiera querido ser jugador de fútbol o boxeador –boxeador me gustaba más, porque me parecía más contundente- o campeón mundial de tenis o de salto de altura. Pero inexplicablemente, cuando sentía que algo me conmovía, pensaba en escribir. No sé por qué, ya que tiendo a descreer que estas cosas vengan con uno; sospecho que todo lo recibimos y que todo es educación en la vida. Lo cierto es que para enamorar a una prima que no me hacía caso pensé en escribir un libro parecido al de un autor que le gustaba a mi prima. Así, a los seis o siete años, intenté escribir por primera vez. Después me gustó la idea de inventar cuentos policiales y fantásticos, y sin que mis amigos se enteraran, escribí una historia que se llamaba “Vanidad”. Después de eso descubrí la literatura. Y entonces me puse a escribir y leer. Digamos que desde los doce hasta los treinta años leí realmente mucho. Traté de leer toda la literatura francesa, toda la española, toda la inglesa, la norteamericana, la argentina, la de otros países europeos, un poco de la alemana, de la italiana, de la portuguesa, de la japonesa, de la chilena, autores persas, en fin: traté de cultivarme como esos norteamericanos que hacen todo por programa; quise leer todo. Y, mientras leía todo, al mismo tiempo quería escribir. Y los libros que yo escribía desagradaban a mis amigos. Cuando salía un libro mío, los amigos no sabían cómo tratarme; querían disimular y se les veía en la cara el disgusto. Yo les daba la razón, pero creía en mi próximo libro.
Yo escribí para que me quisieran; en parte para sobornar y, también en parte, para ser víctima de un modo interesante; para levantar un monumento a mi dolor y para convertirlo, pro medio de la escritura, en un reclamo persuasivo. Todo eso precedió a los pésimos libros publicados, que fueron seis, además de cuatro o cinco novelas inconclusas.
Fuente: Della Paolera, Félix, Bioy Casares a la hora de escribir (Conversaciones), Tusquets, Buenos Aires, 1988.