Por Cynthia Rimsky
En el almacén me informo que el otro camino conduce a Infiernillo. Cada vez que voy a la casa, me detengo ante la encrucijada y miro hacia allá. La directora mencionó que arriba quedaba su escuela y más arriba estaba la mina de cal. En el almacén venden productos básicos, algunas verduras y frutas que no respiran, hay una máquina traga monedas y un par de bancas donde los lugareños beben cerveza o vino en caja. La esposa del dueño tiene dos o tres niños y está nuevamente embarazada, en el lugar abundan las moscas y ella las espanta cuando vuelan cerca de su rostro. Ignoro cómo se vive en aquella casa, separada del almacén por una cortina, pero emana un aire rudo. Lo único poético son los borrachos que insisten en venir a buscar lo que se olvidaron el día anterior.
La primera vez que tomo el camino lo hago a pie. En un punto surge un puente colgante y sobre el puente, un anciano con sombrero alón, terno y chaleco negro. Al acercarme advierto las manchas de aceite y los zurcidos. El hombre me cuenta que Infiernillo, El Llano, Guangualí, son los nombres de las haciendas que existían antes de la Reforma Agraria; dice que la reforma sirvió para que algunos se aprovecharan y otros como él se perjudicaran. Su vestimenta debe corresponder al traje que usaba los domingos en la Hacienda. Entonces, al caer la tarde salía a encontrar a los trabajadores que volvían de las faenas con informaciones del valle. Actualmente casi nadie pasa por el camino. Y a pesar que el hombre tiene un pedazo de tierra, en cualquier momento la ley se lo arrebata. En la zona abundan los litigios de tierra. Las compras y ventas se hacían sin papeles, bastaba la palabra. De eso se aprovechan los hijos y los nietos de los hombres de palabra para deshacer los tratos y en todo el valle hay casos como el de este hombre que se sostiene de su tierra por un pelo.
Un poco más arriba se forma un humedal sobre el que planean las garzas. Entro a una casa con la excusa de comprar queso. La habita una pareja de viejos, casi todos por aquí tienen su edad, los jóvenes se fueron cuando el río empezó a secarse. Los viejos fabrican queso con la leche que estrujan a un puñado de cabras que se comen el poco pasto y beben la poca agua que resta. A pesar de ello, la mujer se las arregla para cultivar flores. Qué distinto aire se respira en una casa en la que cuidan un jardín.
El juego de living es el mismo que compraron alguna vez en una mueblería de Quilpue. La mujer los mantiene extraordinariamente limpios y ordenados y es su preocupación por los objetos y no por el dinero, lo que vuelve lujosa su casa. De hecho, no tienen dos mil pesos para darme vuelto. Antes de irme, la mujer coge del único árbol que produce frutos, dos pequeños duraznos, y me los da para el camino.
En Santiago uno cree que todos los quesos de cabra son iguales. Aquí se aprende que están hechos por una mano y manos hay de todos los tipos. La de la mujer que cuida el jardín resulta dura y seca. La directora de la escuela me cuenta que todos allí saben que el queso de la mujer es malo. Como no suben buses a Infiernillo, la acompaño en su camioneta a dejar muebles a la escuela.
El desierto me parece menos seco porque siempre ha sido así, en cambio, aquí por todas partes quedan huellas de que alguna vez corrió agua en abundancia. Por esa razón, los lugareños construyeron sus casas y sus corrales, plantaron árboles, enterraron a sus muertos, levantaron un parrón bajo el cual celebrar los bautizos y, más tarde, los matrimonios, sin saber que un día el agua dejaría de venir y la parra moriría, al igual que los árboles, los animales y los muertos en el cementerio.
La directora me cuenta que obtienen agua de un camión repartidor. Algún invierno llovió, pero hace mucho de eso. Aún así, los lugareños no se van, tal vez confían en que volverá a llover o no tienen lugar al cual ir. Aquí, al menos, pasa el camión cisterna. Mientras eso ocurra continuará ensayando una vida entre las piedras y la costra de tierra. La mayoría asistió a la escuela básica y ahora, como padres, envían a sus hijos a leer, sumar, restar, multiplica y dividir. La aparición de la camioneta de la directora los hace salir al camino o a detener la labor para saludarla. Quedan envueltos en el polvo.
En la escuela funcionan dos cursos por sala y las paredes están empapeladas de trabajos manuales. Frondosos árboles, patos, ríos, estanques, nieve… nada de lo que ven en el camino hacia aquí, lo dibujan en la escuela. La escuela cuenta con una bomba. Gracias al agua del pozo hay árboles que arrojan sombra y dan cobijo a los niños. Los lugareños también podrían contar con una bomba si los funcionarios que crean los programas de desarrollo subieran hasta aquí para conocer cómo se vive en la desolación, pero los funcionarios prefieren ver cifras antes que la desolación. Le pregunto a la profesora qué ocurrió con el río. La verdadera historia la sabré unos días después, a través del conductor del camión cisterna, que dejó a la esposa y los hijos, y pasa los días construyendo un camino por el que nadie transita.
(continuará)