Por Cynthia Rimsky
En las ciudades, por gigantescas que sean, existen diminutos paraísos a la vista de todos los que pasan por allí diariamente. Pero, como ocurre en La carta robada de Poe, tendemos a buscar en los más sofisticados y lejanos escondites, en circunstancias de que el objeto buscado estuvo ante nuestras narices. Pero ver más, donde los otros ven menos o no ven, requiere pericia y entrenamiento.
Apenas me dice que es avistadora de aves, la mujer captura mi atención. Debe tener 60 años o más y aunque su profesión no es la de mirar pájaros, ha estudiado como si lo fuera. Desde mi ignorancia le pido que me invite. Creyendo que iremos a los extramuros de la ciudad, le pregunto cuántas horas vamos a tardar. “Está muy cerca de aquí”. Y nombra un sitio al que fui varias veces y donde nunca vi un pájaro, a excepción de los típicos patos que comen las migas de pan que les arrojan los turistas y los niños.
Una mañana soleada de comienzos de primavera acordamos encontrarnos a las once de la mañana en el parque de Palermo. Rodea la laguna un sendero por el que transitan corredores y estudiantes que no fueron a clases. Nosostras revisamos un librito con fotografías y dibujos de las aves que podríamos avistar. “Me ha pasado con otra gente que si no le muestras el libro, después no ven nada”. Y ante la imagen de cada pájaro, me cuenta una breve historia que trata sobre sus costumbres alimentarias, sus sueños, sus trayectos, su forma de criar. Estoy segura que no voy a recordar ningún nombre, color o forma. Ella me tranquiliza y en mi regazo deja unos binoculares negros.
Tratándose del mismo sendero que he seguido en tantas ocasiones, me siento parte de un misterioso ritual. Los primeros que aparecen son los patos. En una segunda mirada descubro que algunos tienen el pico amarillo, otros celeste y rojo. Observo con deleite las diferencias, escucho cómo llegaron a Buenos Aires, en qué época del año la dejan y hacia dónde van, tengo la sensación de que los veo por primera vez. ¿Y ese?, señalo con orgullo uno que vuela de una copa a otra. “Es solo una paloma”. “Ah”, me avergüenzo. “No es fácil, hay personas que la primera vez no ven ninguno”, me dice consoladora.
Si no es fácil verlos puedo escucharlos. Los saturados ruidos de la ciudad aceptan a disgusto retirarse, abriendo el paso a los sonidos que habiendo estado allí todo el tiempo, no escuchaba. “Ahí va uno”. Lo sigo con los binoculares, atraviesa la laguna y se posa en una Tipa. “Tiene el pecho amarillo y un antifaz”. “Es un Benteveo, qué bien”, dice la avistadora. Nos quedamos en silencio observando sus estemecimientos sobre la rama que se cimbra.
Después de esta primera victoria sumo una gallareta chica, muchas cotorras, un zorzal, muchas palomas Picazuró y domésticas, una torcaza. No lo puedo creer. El lago que me pareció tan doméstico y artificial tiene la vida de un lago real. Las islas del centro están pobladas de frondosos árboles en cuyas ramas se esconden los pájaros que escucho cantar. Sobre el agua avanzan los patos Picazo y los Barcinos.
La avistadora me recuerda que nuestro destino es un garzal ubicado en la isla más grande. En el camino encontramos a dos señoras y un perro grande echado en el suelo. Si hubiese estado sola, habría pasado de largo, pero mi acompañante no puede dejar de admirar la finura del animal. Su dueña nos cuenta que el perro se niega a comer. Habiendo perdido a sus dueños, la asociación (supongo que de perros perdidos) lo entregó a un hogar adoptivo que terminó devolviéndolo. Ahora el perro se niega a comer. Lo miro, está triste, cómo no, pienso. La avistadora le entrega unos consejos y reemprendemos la marcha. “Una garza”, grito. “Sí, pero el garzal está del otro lado de la laguna, a la vuelta”.
Me pregunto por qué las cosas que buscamos siempre están a la vuelta, más adelante, en la otra orilla, después de la curva, nunca de este lado. Recuerdo una garza en el valle del Quilimarí. Faltando algunos días para irme, tras una estancia de dos meses, descubrí que en la rama más alta de un álamo se posaba todas las tardes una garza. Hasta el día que me fui, la salí a mirar y esperé con ella la caída de la noche. Gracias a la garza descubrí qué era –más allá del paisaje- vivir en el campo.
Y allí estaban. Como una colonia de pingüinos o de focas, las garzas habitaban las ramas de los árboles que asomaban el cogote por sobre la ciudad desde la isla, rodeadas por el agua, daban a luz y criaban a sus pequeños. Solo diré que cuando volvimos al auto, había olvidado que estaba en Palermo, en Buenos Aires, que era una persona y no un pájaro.