Por Cynthia Rimsky
Debo haber tenido siete u ocho años cuando mis padres me permitieron ir sola a la esquina. Fue el fruto de exhaustivas batallas que incluían amurramientos, pasiones y mucha estrategia Después de la esquina, vino la vuelta a la manzana. Mi padre me acompañaba hasta la salida del pasaje y se quedaba viéndome partir. La primera vez llevé su reloj, después se hizo necesario comprarme uno, y el tiempo pasó a contar de una forma distinta en mi muñeca.
El peligro para mis padres radicaba en un potrero ubicado antes de llegar a la esquina. En los 70 era común que hubiese sitios eriazos. Nadie sabía por qué, en medio de un conjunto DFL 2, existía un terreno cubierto de arbustos y pastizales, incivilizado, abierto a cualquiera y aparentemente sin dueño. El potrero, como destino, era más excitante que la esquina. Un tiempo vivió allí un jardinero con su familia en una casa de tablas, hubo un caballo, un circo, una cancha de gokart, jóvenes que iban a beber; la gente tenía la costumbre de botar allí cosas inservibles o viejas y había asientos de automóviles, piernas de muñecas, neumáticos, botellas… los niños competíamos para encontrar el objeto más raro. Yo me debatía entre el deseo y la promesa hecha a mis padres. Era una batalla existencial que continuaba al regresar a casa, cuando en el diario de vida con candado le ponía nombre a las cosas que había visto y sentido. No recuerdo cuál vez traspasé el límite fijado, si después mentí, omití o confesé la verdad. Debe haber sido tormentoso como todo aprendizaje moral.
En esos viajes conocí a otros niños, casas distintas a las de mi familia, en las que había olores objetos, relaciones desconocidas y que después, en la soledad de mi cuarto, intentaba convertir en cuentos que no terminaba o simplemente rompía debido a que no reflejaban la realidad.
Llegó el día que me dejaron cruzar la CALLE. Aún recuerdo las instrucciones: mira en una dirección, luego en la otra, espera a que no venga ningún automóvil en ambos sentidos, cruza sin correr, a paso normal…Del otro lado quedó mi padre, mi madre, mi hermano menor, el pasaje, la casa, mi pieza, el diario de vida. De este lado, la panadería, una penumbrosa fuente de soda, la peluquería, las mujeres que entraban iguales y salían distintas, el paradero, las liebres, los chóferes.
El siguiente viaje fue en compañía de una compañera de curso y vecina. Era una tarde de verano; estábamos aburridas y nos mandaron a andar en micro. Estaban de moda unos buses celestes y blancos que tenían un recorrido circular. Preparamos un cocaví. Mi madre me entregó una moneda con la expresa orden de llamar por teléfono en caso de un inconveniente (podría jurar que la única llamada que dejó pasar fue la de mi padre que la recriminó no haber anotado la patente del autobús), y nos exigió no abandonar jamás, por ningún motivo, el bus. Lo peor ocurrió al subir los gigantescos peldaños: nos recomendó al chofer en voz tan alta que los pasajeros se dieron vuelta a mirarnos.
Fue la primera vez que viajaba tan lejos de mi casa sola. Cada barrio tenía una luz, una vereda recién hecha o hundida, un almacén, una muchacha caminando con una bolsa de pan, una mujer regando, un hombre en bicicleta, un perro. Hubiese deseado bajarme en todas partes: veía las puertas, las ventanas, me veía a mi misma en una ventana vivir otra vida, observada desde una micro por una joven que no vivía allí.
Regresamos tres horas después, exhaustas, con el trasero plano, llenas de colores, imágenes, sensaciones, no paramos de hablar y contar. Por la noche, mi padre extendió el mapa de Santiago de la Guía de Teléfonos y, con la ayuda de mis apuntes, reconstruimos el recorrido de la micro en el plano de la ciudad.
Desde entonces he realizado muchos viajes a países lejanos. En todos ellos hubo una contradictoria despedida, instrucciones para viajar, un camino, un desvío, un potrero, calles, casas donde imaginé vivir y no vivo, un recorrido dibujado en un mapa… Como dice un amigo, uno nunca sale de su celda, a lo más aprende a llevar la llave.