Por Edgardo Scott
Nicolás Hochman debe ser de las personas más serias y responsables que conozco. A partir del trabajo casi diario en Alejandría, primero se volvió un compañero y después un amigo para mí. Hace poco, leí un texto breve de Giorgio Agamben llamado justamente “El amigo”, donde Agamben despeja con astucia, honestidad y erudición el significado de esa palabra. Todos tenemos amigos, pero si deberíamos explicar qué es un amigo, quién es un amigo, enseguida daríamos ejemplos de situaciones que exhiben ese tipo de relación. La sinceridad, la afinidad, la crítica, la tolerancia, la simpatía, la reciprocidad, el auxilio, estarían de seguro entre las nociones a enumerar. La idea dominante o práctica de la amistad es bastante moral, o se justifica de ese modo. Cuando se piensa en un amigo se piensa en un buen amigo. Un mal amigo es un contrasentido. A un mal amigo se lo pone en penitencia o, tarde o temprano, se lo abandona, se lo deja de considerar amigo. Agamben va –o ve– más allá de estos términos y releyendo a Aristóteles dice que un amigo es un “otro sí mismo”: la amistad como co-sentimiento del puro hecho de ser. En verdad, sólo de esta forma puede comprenderse la gran amistad que subyace en libros como La operación Masotta, de Carlos Correas o incluso el Borges, de Bioy. De otro modo, y como han sido abusivamente leídos, son libros difamatorios y sus autores, hombres sin “códigos”, sin honor.
Tal vez no sea casual que haya arrancado con esta digresión para escribir sobre Los casquivanos. Nada de la seriedad de Nico –salvo el rigor para con su trabajo de escritura– hay en Los casquivanos. En Los casquivanos se construye una comunidad imposible, es decir, una auténtica comunidad; una comunidad apenas disimulada por la contextura novelesca y ese trencito de la alegría penoso y marplatense. La comunidad necesita de un espacio y un tiempo para afirmarse; un territorio, una zona para su representación. Nicolás Hochman elige una ciudad. La ciudad es el espacio contemporáneo y novelesco por excelencia, donde todos están cerca y a su vez todos están solos y se desconocen. La ciudad que elige es la ciudad que a su vez fuera, como para Ricardo Piglia, no su ciudad de origen, sino el lugar donde Hochman creció. Mar del Plata. Y así como Piglia armó su mitología marplatense lejos de la playa y cerca del bar “Ambos mundos”, con los relatos del aventurero y escritor neoyorkino Steve Ratliff, Hochman arma la suya con el café rojo, las peripecias de Sándor, de Karin, de Dariusz, de Orestes, de Berenice, de Cornelius, de Karl, de la bella Sarabá (algo de la Justine de Durrell –otra preferencia de Hochman– está en Sarabá), y del gran Orlando, viejo sabio y putañero donde se adivina travestido –no le disgustaría, al cabo– no sólo la inspiración sino la figura de Gombrowicz. Por último, como en toda novela hay en Los casquivanos un par de fragmentos inolvidables. Para mí, lo serán el relato del bolso con el millón de dólares que encuentra Karl y el monólogo de Orlando.
Hacia el final, Orestes dice: “Ser muñeco es una experiencia diferente a todas las demás. Creo que todos deberíamos pasar por ahí en algún momento de nuestras vidas”. Los casquivanos, además de ser el nombre de la novela, es el nombre del trencito que maneja Orlando; uno de esos trencitos que salen de la Plaza Colón y que recorren la ciudad con niños y padres y muñecos y música infernal de Xuxa o quién sabe, a todo volumen. La historia y los personajes confluyen en ese tren. Hay un deslizamiento de sentido muy literario que Hochman ha manejado con sutileza. El tren, otro gran vehículo de la y de literatura, es en Los casquivanos un tren que no es un tren. Y a su vez, el otro deslizamiento está en esos muñecos, que son triplemente personajes. Personajes como el Hombre araña, Barney o Bob Esponja; personajes como los personajes de la novela que pueden estar adentro de esos muñecos, y personajes como puede ser cualquiera para las mareas de la ciudad y las prepotencias de la vida. Al fin y al cabo también esa ciudad balnearia es un espejismo, una falsedad, y Hochman lo sabe: “No como en esta ciudad, que llueve todo el tiempo y hace frío, menos cuando debería hacerlo”.
Hay una cita de Gombrowicz al comienzo que define el alcance de la novela: “Soy semiciego. Soy casquivano. Soy de cualquier manera.” Recuerdo una noche, después de una cena en un hotel muy lujoso, una de esas noches impares y un tanto ominosas, donde fuimos a tomar algo con Nico. Los dos estábamos de traje, los dos parecíamos personajes de una mala película de Hollywood; los dos fuimos bastante irreales. Nico pidió un whisky y yo un anís y charlamos un buen rato. Éramos los dos actores después de la función, el que hace de bueno y el que hace de malo, el que hace de fuerte y el que hace de débil, el divertido y el serio, pero ahora sin las máscaras, o reducidos a lo mismo, como Bouvard y Pécuchet. Ya éramos de cualquier manera. Casquivanos. Amigos.