Por Cynthia Rimsky
Necesito un baño. Urgente. Escojo una fuente de soda que no tiene en la vitrina el temido cartel: solo para clientes. Tomo unas servilletas al paso, abro la puerta y salgo expelida por el olor. Intento cerrar los ojos, contener la respiración, pero la inmundicia es insoportable. Vuelvo a sumergirme en la corriente peatonal cuando descubro un Mac Donald, pero ya se han dado cuenta que la gente usa los baños y un flamante cartel indica: exclusivo para clientes.
Nuevamente en la calle, entro al primer restaurante, evitando mirar a la dueña. Me dispongo a pulsar el interruptor de la luz cuando un vozarrón indica que son doscientos pesos. Solo tengo un billete de dos mil. La mujer me grita como si yo hubiese cometido una afrenta personal al sacar un billete.
Al frente de La Moneda me encuentro con un antiguo militante de izquierda de los años 80. Ahora trabaja en el gobierno y piensa que Santiago se parece a Buenos Aires. Cuando le explico que ni siquiera existen baños dignos, me contesta que sigo tan marginal como siempre. Mi única salvación es una arquitecta que conozco en el Ministerio de Vivienda.
– Por supuesto. Yo soy igual que tú; sólo puedo hacer en el baño de mi casa – enciende un cigarro -. Una vez que acampé en el norte terminé en el hospital de La Serena porque no pude defecar en tres semanas. Desde entonces prefiero no salir de vacaciones.
– Por favor – digo en un hilo de voz- el baño.
Comienza la búsqueda del papel higiénico. Una vez al mes, cada funcionario, recibe un rollo de papel. Como no les alcanza, lo esconden y hay veces, como ahora, que no recuerdan donde lo pusieron.
– No importa el papel, en serio.
– Te voy a pasar la llave. ¿Alguien la ha visto?
Nuevamente en el paseo Ahumada, con las rodillas apretadas, y la seguridad de que voy a renunciar al decoro. ¡Una bebida! Me siento en la barra y pido una bebida. Echo una ojeada a la puerta del baño. Está ocupado. Tomo un sorbo. Junto a mi conversan dos mujeres jóvenes.
– Lo esperé hasta las doce de la noche y cuando sonó el teléfono me fui a la fiesta del José.
– ¿Es verdad que te metiste con el Pablo?
Comienzo a contar los panes de hot dog. Sigo con las paltas, las salchichas…
– Hicimos el amor hasta que amaneció; nunca había sentido algo así; estoy enamorada.
– Lo mismo dijiste con José Luis y Alberto.
– Ahora es distinto. Te lo prometo.
No aguanto más. Camino hacia el baño de hombres. Giro la manilla. Una mano presiona la mía. Alzo la vista y encuentro el rostro de una mujer bañado en lágrimas y restos de maquillaje.
– Por favor, si no hablo con alguien me voy a morir.
Isabel, peluquera de perros, me arrastra por la calle Namur hasta un departamento en un subterráneo desde donde contemplo las piernas de los transeúntes.
– Me alejó de todos mis amigos con el pretexto que me quería solo para él. Cuando le encontré las cartas de Venezuela, dijo que cuando joven tuvo un hijo al que le enviaba dinero.
El departamento sin muebles está empapelado con retratos de perros de todas las razas y hay un intenso olor a amoníaco. Un baño. Solo quiero un baño. La mujer continúa hablando.
– Ayer llegué del trabajo y me encontré con el departamento vacío: Los muebles, el equipo de música, su ropa, mi sueldo. Sólo había una nota que decía: “No te merezco”
El baño está atestado de potes de maquillaje, coloretes, shampoos, cremas, máquinas de afeitar y depilar, ordenados como si se tratara de una exhibición. La mujer no va a dejarme salir. Encuentro una tira de relajantes musculares; con el extremo del cepillo de dientes, muelo uno, dos, tres, lleno el vaso con agua y se lo tiendo por entre la puerta.
Cuando al fin estoy libre, en la calle, comienzo a sentir los efectos de la bebida.