Por Cynthia Rimsky
Foto: Gentileza María Aramburú
La primera vez que pude ir a Venecia, no lo hice por miedo a enfrentar los lugares comunes. La segunda vez dispuse de tres horas entre el aterrizaje y la partida del tren y me quedé en los escalones de la estación Santa Lucía observando la postal de la plaza San Marcos. La tercera fue la vencida; abordé un avión de bajo costo en Gerona, el funcionario que cortaba los boletos era el mismo que te recibía en el avión. A último momento avanzó por el pasillo una joven cargada de bultos. El empleado le dijo que si no cabían debajo de su asiento tendría que desembarcar. La invité a distribuirlos bajo el mío.
El avión comenzó a sacudirse, caía, se estabilizaba, volvía a caer. El temor de la joven me hizo olvidar el mío y, para distraerla, la induje a hablar. Tras ocho años en Barcelona, volvía a su departamento en Venecia. Yo disponía de algunas horas hasta la partida del tren a Eslovenia y me instó a dejar mi mochila en su departamento. Luego me invitó, junto a su mejor amiga, a reconocer los sitios que hacía ocho años atrás conformaban su lugar en el mundo. Más tarde, en el tren, intenté buscar las calles y puentes por las que anduvimos, pero el mundo de la joven no aparecía en el mapa de Venecia.
Esta vez me toca viajar a Bahía Blanca, movida por el fallecimiento de una gran amiga que, habiendo partido a los 18 años de esta ciudad al sur de la provincia de Buenos Aires, volvió a morir aquí. Muchas de las personas que he conocido en Baires nacieron en este lugar y salieron huyendo a la primera oportunidad. No sé si es una casualidad o la proporción de bahienses que emigran a la capital es infinita.
Mi guía es una mujer que se fue a los 17 años a Europa y que, a causa de la crisis, tuvo que volver en contra de su voluntad. A diferencia de la joven veneciana, tiene una relación de odio con su ciudad. Antes de irse, no encontraba aquí aliciente y, al volver, fue peor. Ocurre con muchas ciudades de provincia que viven un inesperado boom económico, producto de la minería, el cultivo de la soja u otra materia prima, y esto se traduce en un hiper consumo: se llenan de antenas parabólicas, camionetas, casas desproporcionadas en tamaño y estilo, barrios cerrados, mucho bullicio, restaurantes como peceras, con pantallas ultra gigantes, profusamente ilumunados, pero con los mismos cuatro platos de comida, por cuanto la ampliación del consumo trae aturdimiento y no refinamiento intelectual.
Urgida por la necesidad de mostrarme “algo”, la primera noche me lleva a cenar a unos chiringuitos en el parque donde se divierte ruidosamente la gente joven y las familias que se movilizan en las 4X4. El segundo día, con cuarenta 40 grados de calor, vamos al museo del puerto, pero está cerrado, y a un club social con mesas que miran la rada y donde nos calcinamos solitarias. El tercer día se decide por el único bar antiguo que subsiste, frente a la Estación de trenes que pintaron solo por fuera y que por dentro, se cae a pedazos.
El Miravalles tiene como los bares antiguos de Buenos Aires las ventanas abiertas, las mesas de baquelita, el matambre casero, un propietario que conoce a todos por su nombre y los amigos que parecen haber nacido entre sus paredes y que llevan años “perdiendo el tiempo” en charlas idénticas. Muy pronto nos invitan una segunda botella de cerveza. El día anterior, el lugar celebró 90 años de existencia y hace algunos minutos aparecieron todos ellos en la televisión. Uno de los amigos es folklorista; otro calvo y panzón que recorrió el mundo trabajando y divirtiéndose. “Trago, baile, mujeres, comida”, dice rememorando. Al aproximarse a la vejez, este soñador sintió la necesidad de volver del mundo, como mi amiga, a dejar sus huesos en el lugar desde el cual huyó.
La vida, se sabe cuándo comienza pero no cuando termina. El soñador nos contó angustiado que no tenía dónde ir cuando con sus amigos sentía deseos de bailar o de cenar afuera como hizo toda su vida. “Una vez fuimos a un salón de baile y nos pidieron el carné porque no dejan entrar a mayores de 40 años”. No quise decirle que seguramente lo habían discriminado por su aspecto. Imaginé la mañana en la que este soñador abrió los ojos y se encontró con que su lugar en el mundo había desaparecido ante la modernidad de los que creen en la vida eterna.
En esta ciudad, que nació para detener el avance de “la barbarie”, el Miravalles es el último refugio ante la angustia de los que saben que van a morir.