Por Cynthia Rimsky
Algunas personas guardan desde la infancia la fantasía de un lugar desconocido. En mi caso fue Grecia. Lo curioso es que no estaba influida por la mitología, tampoco por los cruceros vacacionales. Si miro hacia atrás, no logro recordar de dónde nació mi fantasía por Grecia. Tal vez se deba a la enciclopedia Monitor, cuyos fascículos coleccionables mi padre traía semanalmente a casa. Desde esta época en la que basta hacer un clic para desplegar imágenes reales de cualquier lugar del mundo, resulta difícil comprender el entusiasmo que despertaban aquellas imágenes descalzadas y de colores falsos. El día que llegaban al kiosco de la esquina, era el día en que el mundo entraba a mi pequeña vida, un desvío en el camino entre la casa, el colegio y la plaza; la posibilidad de que un día ese desvío se transformara en un camino que me llevara lejos.
Ahora que leo en los medios de comunicación que Grecia está prácticamente en quiebra, me pregunto qué significa eso. Ninguna de las cifras o datos fuera de contexto que los periodistas copian y pegan de la información que les llega por Internet, es suficiente para imaginar lo que está ocurriendo. A pesar de la globalización, cada día somos más pobres en entendimiento. Apelo entonces a los recuerdos de mi primer y único viaje a Grecia. A pesar de que no era temporada de turismo, evité la ruta de las islas más conocidas. Quería conocer la otra Grecia, si es que existía, y abordé un bus hacia la península del Peloponeso. Kalamata me pareció un balneario como Viña del Mar. Abordé otro bus, más destartalado, para seguir hacia abajo. De entre todos los nombres, hubo uno que llamó poderosamente la atención, Monemvasia.
El bus subía por una empinada cuesta hasta llegar a un pueblito en lo alto de una colina que aparecía deshabitado, casas y locales comerciales tenían sus postigos cerrados y, a excepción de alguna anciana vestida de negro, nadie se asomaba a las calles empedradas. El bus bajaba por una cuesta similar hacia otro pueblito deshabitado en la costa y volvía a subir. En una de estas vueltas, seguí un extraño impulso y decidí bajarme. Ni siquiera sabía el nombre del pueblo. Arrendé un cuarto y me dirigí a la taberna donde por gestos conocí a un hombre que conocía a un campesino que tenía fuera del pueblo, en el camino junto a la playa, una casa de dos cuartos en alquiler. Subimos mi mochila y yo a un carretón con caballos. En medio de la nada, surgió una casita de piedra, el hombre me dio una llave que abría un candado y dos sábanas.
Todos los días una extranjera paseaba por la playa a su perro. Era una irlandesa que había llegado como yo, siguiendo una fantasía, y en la fantasía conoció a un joven hijo de campesinos, alto y libre, como una gacela, del que se enamoró. Había un tercero, amigo de la infancia, que emigró y ahora estaba de vuelta. Viajando con ellos por los alrededores, en una pequeña camioneta, descubrí el misterio de los pueblos deshabitados en las colinas y en la costa. Hay dos tipos de griegos, los que se van y los que vuelven. Los que se quedan, es como si no existieran, las únicas veces que salen de casa es para ir al correo a buscar el dinero que envían los que se fueron, y para enterrar a alguno de los que se secó en la espera. Esto durante el invierno. En el verano abren los postigos, airean la ropa de cama y reciben a los parientes o amigos de los parientes que, de regreso al país, sienten nostalgia por el vino, las olivas y el pescado.
No pude tener mejores guías. Los dos amigos conocían en cada pueblito, la mejor mano para preparar pescado, hornear pan, conservar aceitunas y fabricar vino. Las casas que parecían cerradas se abrieron; sacaban una mesa a la calle por la que nadie transitaba, y allí pasábamos la tarde bebiendo y comiendo. Mis nuevos amigos tenían tiempo, no tenían trabajo. Sentían amor por su tierra y preocupación. Ciudadanos alemanes estaban comprando a muy bajo precio las casas cerradas por los emigrantes para vivir allí durante los seis meses de calor. Los otros seis meses trabajaban y ganaban dinero en Alemania. Había pueblos en los que la mitad de las casas ya eran de ellos. Además de las casas, abrían tiendas con pastelería alemana, productos ecológicos y hasta jardines infantiles y colegios donde sus hijos hablaban alemán.
Lo extraño era que, a pesar de discutir durante horas en el bar que no había trabajo, oportunidades, futuro, al llegar al momento de encontrar una solución, ya era tarde, y había que volver a casa. Al día siguiente ocurría lo mismo y al día siguiente también. Hasta que llegaba la hora de ir al cementerio a enterrar a alguno de ellos. Y de fondo, los alemanes reparando las casas compradas a precio de huevo, abriendo con anticipación los locales comerciales que iban a financiar su vejez. Por mucho tiempo me quedé con esta imagen. Ahora que leo que Grecia está quebrada me pregunto qué habrá sido de mis amigos. Ah, me olvidaba, nunca llegué a Monemvasia.