El escritor Alfonso Carvajal, a quien los directores de Casa de Letras tuvieron el placer de conocer en el 1º Encuentro de Programas de Escritura Creativa y Creación Literaria de las Américas, en marzo de 2015 en Bogotá, visitó Buenos Aires y Casa de Letras en julio.
Aquí publicamos su particular mirada sobre Buenos Aires, en esta crónica en la que “se deja guiar” por algunos de nuestros grandes escritores.
Por Alfonso Carvajal
Desde el balcón de la habitación 304 del hotel Reina en la avenida de Mayo 1120, construcción que data de hace 130 años, se ve el brillo gris y remoto de una arquitectura multicultural, fastuosa, que la noche va cubriendo de sombras, de ausencias, de jolgorios, de luces y efímeras opacidades, de inspirados orgullos, de epifanías de horror y barbaries que han venido sanándose, y se escuchan cantos que nacen de todos lados y de ninguno.
La ciudad no calla, respira con ahínco, gruñe, patalea impotente sobre sí misma, y el eco de un himno triste cierra un día más.
Es Buenos Aires, la ciudad que no duerme, la ciudad sonámbula. La ciudad esquizofrénica, grata al apetito de poetas, psicoanalistas y exploradores de tesoros nocturnos. ¿Existe Buenos Aires o es un laberinto más de los espejos que se reflejan en una luna asomándose inocente por la llanura intacta y azul de un cielo plomizo y ajeno?
Es un misterio y una revelación. Una milonga en Abasto que atraviesa triste la última esperanza. Una voz femenina que entona Corrientes 348 en un baño de cálidos vapores.
El obelisco es el faro que brilla en la oscuridad y señala los caminos perdiéndose en un azar que desemboca en un río amplio como un pequeño océano de silencios e historias que se reiteran cíclicamente. Y en sus orillas algunos pescadores lanzan sus suertes en busca de un pez o del tiempo que pareciera estar detenido en sus olas de mar ficticio que van a chocar contra la banda oriental.
En San Telmo una iglesia alberga a las sibilas y el recuerdo melancólico de los muertos de la fiebre amarilla a finales del siglo XIX. Y un domingo de fiesta un asado al aire libre y popular es un oasis en medio de la multitud. En la plaza de Mayo se juntan todos los rencores y los desprotegidos a rumiar su desesperanza y muy cerca la Casa Rosada la alumbra el silencio de los dioses. A un lado está la sobria y hermosa catedral que sirvió de último hospicio al obispo Bergoglio, hoy Francisco.
En puerto Madero, en la fragata Presidente Sarmiento, los cañones se han silenciado y ahora es un museo para el tránsito efímero de turistas. La calle Florida ha perdido su talento y ha quedado a merced de cambistas del mercado negro y el comercio.
En Caminito un garifa bailador enseña los pasos de la seducción. Es real esta ciudad que uno de sus ciudadanos más ilustres percibió tan antigua como el agua y el aire.
La ciudad es densa, bipolar, polifónica, vieja y moderna, librera sobre todo, y en los libros están los signos de su pasado y de su inesperado porvenir. El tiempo es inasible, pero marca, rotula, pincela una personalidad, el espíritu específico de una ciudad, y en la literatura se halla la fe de lo que ha sido y será: su destino suramericano.
Poética
Borges muy joven sentó un precedente, un sentido de pertenencia y realizó en Fervor de Buenos Aires (1923) una mirada íntima de la ciudad. Borges había regresado de un periplo europeo que abarcó Suiza y España, y se reencuentra con sus ancestros y con la ciudad amada donde vivirá hasta antes de partir octogenario a morir en Ginebra. El arrabal es el último límite de la urbe creciente y el poeta sentencia que es “el reflejo de nuestro tedio”. Y exclama: “Mis pasos claudicaron cuando iban a pisar el horizonte y quedé entre las casas, cuadriculadas en manzanas diferentes e iguales como si fueran ellas monótonos recuerdos repetidos de una sola manzana”. Y en un poema dedicado a La plaza San Martín dice: “Abajo /el puerto anhela latitudes lejanas /y la honda plaza igualadora de almas /se abre como la muerte, como el sueño”.
Luego en su poemario Cuaderno de San Martín (1929), la ciudad se hace más pública y crea su fundación mítica de Buenos Aires: “A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires: La juzgo tan eterna como el agua y el aire”. Y las calles que lo circundan son “como un ancho sueño /hacia cualquier azar”. Borges va más allá, e imagina la fundación de la ciudad muy cerca de su casa entre las calles Guatemala, Serrano, Paraguay y Gurruchaga, es decir, en Palermo, su barrio de infancia.
Y en Elogio de la sombra (1969), cumplidos ya los 70 años, Borges escéptico y ya ciego, acudiendo a las sombras que prolonga la memoria reincide en el paisaje que lo ha bendecido: “Buenos Aires es la otra calle, la que no pisé nunca, es el centro secreto de las manzanas, los patios últimos, es lo que las fachadas ocultan, es mi enemigo, si lo tengo, es la persona a quien le desagradan mis versos (a mí me desagradan también), es la modesta librería en que acaso entramos y que hemos olvidado, es esa racha de milonga silbada que no reconocemos y que nos toca, es lo que se ha perdido y lo que será”.
En un sótano de la calle Garay encontró Borges El Aleph: “El lugar donde están todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos”. En esa esfera de dos o tres centímetros de diámetro se condensa su imaginación infinita.
En el Museo de la novela de la Eterna, Macedonio Fernández inventa una Buenos Aires donde se exilian las estatuas que enlutan las plazas, y su lugar queda ocupado por hermosos rosedales; para darle a la ciudad un presente fluido, “con memoria solo de lo que vuelve cotidianamente a ser, no de lo que no se repite, como los aniversarios”. Y a la principal avenida de la ciudad la bautiza con el nombre de “Hoy”.
Marginal
Roberto Arlt encarnó lo periférico, lo marginal; nacido en 1900 en Buenos Aires este personaje autodidacta está considerado uno de los escritores más importantes de la literatura porteña. Un dandi desarraigado, que en su época fue criticado por su sintaxis, pero debido a su fuerza narrativa permanece en lo más alto de la escritura rioplatense.
Ricardo Piglia, considera a su novela Los siete locos como una de las más significativas del siglo XX.
En sus Aguafuertes porteñas, una mezcla de crónicas y reminiscencias populares, Arlt capta con agudeza la idiosincrasia del bonaerense: “Yo no sé que tienen estos barrios porteños tan tristes en el día bajo el sol, y tan lindos cuando la luna los recorre oblicuamente… Encanto mafioso, dulzura mistonga, ilusión baratieri, ¡qué sé yo qué tienen todos estos barrios!; estos barrios porteños, largos, todos cortados con la misma tijera, todos semejantes con sus casitas atorrantas, sus jardines con la palmera al centro y unos yuyos semiflorecidos que aroman como si la noche reventara por ellos el apasionamiento que encierran las almas de la ciudad; almas que solo saben el ritmo del tango y del Te quiero. Fulería poética, eso y algo más”. Que expresan el híbrido de lenguas que enriquecen la oralidad y la escritura, producto de las vivencias del nativo y del inmigrante que hace suyo el nuevo hogar.
En la novela El juguete rabioso a través de un personaje, Silvio Astier, Arlt exterioriza las calamidades del sector obrero en las primeras décadas del siglo pasado y critica con crudeza a un capitalismo creciente y desbordado: “¡Ah, es menester saber las miserias de esta vida puerca, comer el hígado que en la carnicería se pide para el gato, y acostarse temprano para no gastar el petróleo de la lámpara”.
Apocalíptica
Una visión más oscura y fantástica es la de Ernesto Sabato. La novela Sobre héroes y tumbas (1961) comienza en el parque Lezama muy cerca de una iglesia rusa ortodoxa que alza sus torres zaristas impasible sobre la ciudad babilónica.
Y cerca de la estatua de Ceres la caída del sol es una fulgurante revelación y a esa hora “un misterioso acontecimiento se produce en esos momentos: anochece. Y todo es diferente: los árboles, los bancos, los jubilados que encienden alguna fogata con hojas secas, la sirena de un barco en la Dársena Sur, el distante eco de la ciudad. Esa hora en que todo entra en una existencia más profunda y enigmática. Y también más temible, para los seres solitarios que a esa hora permanecen callados y pensativos en los bancos de las plazas y los parques de Buenos Aires”.
La soledad en medio de la multitud, y también la noche como símbolo de lo inexplicable, de los fantasmas poéticos rompiendo los albores geométricos del día. En el capítulo Informe de ciegos, existe un submundo debajo de Buenos Aires donde una legión de ciegos espera tomarse la ciudad.
Y ese río de sueño y fango, ese mural inmenso que devora el horizonte, esa metáfora de la desmesura, ese pigmento de león dorado y oscuro, ese milagro de la naturaleza que es el río de La Plata, lo describe con admirable destreza el héroe melancólico de Santos Lugares: “Oía el rítmico golpeteo del río lateral que no corre en ninguna dirección (como los otros ríos del mundo), el río que se extiende casi inmóvil sobre cien kilómetros de ancho, como un apacible lago, y en los días de tempestuosa sudestada como un embravecido mar”.
En el ensayo Tango, canción de Buenos Aires, Sabato reivindica la creación del tango como una tradición porteña nutrida por los emigrantes e insinúa que el porteño que baila un tango “lo hace para meditar en su suerte (que generalmente es “grela”), o para redondear malos pensamientos sobre la existencia humana”. Y recuerda que Santos Discépolo dio la definición más extraña y afilada de este género musical: “Es un pensamiento triste que se baila”.
La noche se ha tomado con confianza el balcón del hotel Reina. Las sombras atenúan los ruidos y los trazos de una memoria incierta dudan si la ciudad existe o es la ficción de algunos hombres que trataron de nombrarla. No importa, aquí está, es real, como un sueño y el aire que respiramos.
Publicado por el diario El Tiempo de Colombia el 29 de julio de 2015.