Por José Luis de Villalonga
Almuerzo en la terraza del Gritti, a orillas del Gran Canal, con Flavia Serafini, la hija de una veneciana amiga mía, antiguo amor de Hemingway, quien había hecho de ella la heroína de la que fue, si mal no recuerdo, su última novela, aquella en la que un viejo coronel del ejército de Estados Unidos vuelve a Europa años después de la guerra con el ánimo de recorrer antiguos campos de batalla, y se enamora de una adolescente que, milagrosamente, también se enamora de él.
–Hemingway –me cuenta Flavia– era, como tú sabes, un borracho endémico, un poco patán, extrañamente ingenuo, sujeto a terribles y ruidosas cóleras, pero capaz también de actos de bondad que, quizá, no fueran otra cosa que debilidades de carácter etílico. Mamá se volvió loca por él. No fue un asunto de atracción física, ni mucho menos. En la cama, el pobre Ernesto –mamá siempre lo llamaba así– no valía ya gran cosa. Pero había tenido muchas vivencias y sabía contarlas con estilo. La cuestión es que se reían mucho cuando estaban juntos. Mamá decía que Ernesto hablaba mucho mejor que escribía. Era un hombre –cuando no estaba borracho– ameno y divertido. Le gustaba reír y hacer reír. También le gustaba beber buenos vinos y entendía bastante de cocina pese a ser americano. Decía que después de la china, la cocina italiana era la más perfecta. A la cocina francesa sólo la colocaba en tercer lugar. De las otras ni hablaba, cosa que molestaba mucho a Luis Miguel Dominguín, para quien la cocina española era la mejor del mundo. La cuestión es que mamá y él hablaban mucho de cocina y de vinos. Después de una buena comida, relajados y a veces un poco congestionados, les gustaba ocuparse de los asuntos amorosos de los demás. “Somos”, decía Ernesto riéndose, “como dos viejas duquesas que solo saben tomarse en serio las nimiedades”. Les gustaba estar solos, sin que nadie viniera a perturbar sus largos tête-à-tête. Se entendían bien –aunque sólo de vez en cuando– con otras mujeres, pero nunca permitieron que otros hombres –“la estupidez de los hombres”, decía mamá, “es muy perturbadora” – se agregaran a ellos, ni en sus comidas, ni en los largos paseos que daban por la ciudad. Según tengo entendido, se contaban muchas mentiras y se prestaban libros que ni mamá ni Ernesto leían nunca. A veces, durante la temporada de la ópera, iban juntos a La Fenice, pero Ernesto se dormía en cuanto se levantaba el telón, lo que a mamá le molestaba mucho porque enseguida se ponía a roncar.
Fuente: De Villalonga, José Luis, Ernest Hemingway, Venecia, mayo de 1958, recogido en Encuentros y encontronazos, El País / Aguilar, Madrid 1995, págs. 41 y 42