Por Guy de Maupassant
Al parecer, Goethe concibió y realizó una especie de harén libre, quiso recorrer al mismo tiempo toda la gama de las ternuras, saborear todos los placeres y deleitarse con todas las fuentes del afecto femenino.
Trataba el amor como un gran señor que no quiere privarse de nada.
Dicen que para ser feliz necesitaba llevar cinco intrigas a la vez, cinco, ni más ni menos. Primero y para su alma, para mantener una necesaria exaltación artística y sentimental, tenía una serena pasión en la que no había nada de erótico. Como un don Quijote consciente, idealizaba a una Dulcinea cualquiera y la ponía religiosamente sobre el altar del más puro éxtasis, rodeándola de florecitas azules.
A su corazón le hacía falta un amor ardiente, tierno y carnal, poesía y sensualidad entremezcladas, algo distinguido, con título y posición social, una pasión mundana, en resumen.
Luego, tenía lo habitual, una amante como todas las amantes, una muchacha siempre dispuesta, esclava acariciante y pagada: una cama alquilada con el chulo bajo la almohada.
Cuando un hombre está completo, cuando funciona todo su mecanismo, también tiene bajos instintos, vicios. Goethe decía que esa parte de su ser merecía tantos miramientos como la otra, la llamada parte superior. Dicen que no despreciaba a la sirvienta de la posada, a la friegaplatos, a la muchacha de brazos enrojecidos, ropa grisácea y medias blancas.
Lo que no significaba que no siguiera persiguiendo a una bribona por las calles.
Fuente: Maupassant, Guy de Las amigas de Balzac, incluido en Sobre el derecho del escritor a canibalizar la vida de los demás, El Olivo Azul, 2010, Córdoba, traducción de Antonio Álvarez de la Rosa, pág. 90