Por Cecilia Sorrentino
Los muelles, al menos los de la costa atlántica de Buenos Aires, se parecen. La estructura de cemento, una escalera desde la arena blanda de la playa, el camino de pilotes, las olas que los embisten. Algunos racimos de cañas erguidas en el extremo que se adentra en el mar.
En la mitad de este hay un hombre que pesca con mediomundo. Está solo. Mueve los brazos como si balanceara un niño al otro lado del sube y baja.
Sé que la mirada atenta espera, cada vez, el zigzagueo de plata en el centro de la cesta que alza sobre la espuma.
Hay un tierno empecinamiento en el mediomundo que se sumerge y se eleva goteando. Algo, en la eternidad de esa repetición es un encantamiento que sube y baja.
En el muelle huele áspero; a distancia, a viento de sal, a humedad.
Los brazos de mi padre son jóvenes aún. Sus manos maniobran con destreza la caña del mediomundo sobre la baranda de madera del muelle. Sé que el viento podría llevarme si faltara esa baranda.
Nos hipnotiza la canasta de alambre. Por un momento, cuando se hunde, sólo podemos ver la huella de agua del aro, hasta que una ola la borra también. Mi padre aguarda un instante y después tensa los brazos, empuja hacia abajo el extremo de la caña y al otro lado, el mediomundo aparece y vuela. Nuestras miradas coinciden en la cesta que gotea.
La camisa de mi padre perfuma la espera de nicotina y sal.
De repente, la novedad me arranca un grito. Mi padre sonríe de un solo lado. Un pejerrey, dice. Y levanta la caña con cuidado para evitar que el mediomundo se vuelque. Lo hace pasar sobre la baranda del muelle, y sobre mi cabeza. Apoya la cesta entre nuestros pies. Después la inclina hacia mí.
Sufro la torpeza de mis manos, la humedad babosa y resbaladiza del pez.
Al fin, es él quien pone el pejerrey en la bolsa gris.
Miro las contorsiones de la bolsa. Pienso en lo absurdo de ahogarse en el aire, y decido que, igual, un pez no es un perro, ni un gato. Ni siquiera una gallina. Es quizás menos que el ciruelo del fondo de casa.
Espero que mi padre diga “vamos”. Pero él lanza una vez más el mediomundo al mar.