Por Ray Bradbury
El año en que dejé la escuela secundaria en Los Ángeles adopté para el resto de mi vida el régimen de escribir un cuento por semana. Yo sabía que sin cantidad no podía haber calidad. Sentía que mis cuentos de esa época eran tan malos que sólo la práctica podría despejar los tratos viejos de mi mente y permitir que fluyeran las cosas buenas. Mientras tanto, trataba de meterme por los ojos toda la experiencia literaria posible -buena, mala, indiferente o excelente- para que, con un poco de suerte, saliera luego de mis dedos.
De manera que todos los lunes escribía un primer borrador del cuento que brotaba por mi cabeza. El martes escribía el segundo borrador. El miércoles, jueves y viernes aparecían la tercera, cuarta, quinta versiones. El sábado enviaba por correo la versión final. El domingo me derrumbaba en la playa por un día, con Leigh, y el lunes empezaba un cuento nuevo. Así ha sido durante unos cuarenta y cuatro años. Todavía escribo un cuento por semana, o su equivalente. Ahora escribo siete u ocho poemas en una semana, o una obra en un acto, o tres capítulos de una novela, o un ensayo. Pero ahora, como antes, la misma cantidad de páginas: entre dieciocho y treinta y dos por semana.
Me apresuro a añadir que esto no es mecánico. No me exijo cuentas. No es necesario. Amo lo que hago, como una madre ama a sus hijos, aunque sean aburridos o feos. A usted pueden gustarle o no mis hijos, pero cuando los escribía araba con mi máquina de escribir y cosechaba párrafos. Dios protege a los escritores jóvenes y hace que ignoren, mientras escriben, hasta qué punto están desencaminados. Por eso es importante la producción en cantidad. Los buenos cuentos que se escriben más tarde son un paraguas sobre los malos cuentos que uno deja atrás a lo largo de los años. Todo se compensa. Y si le gusta a usted escribir, es una verdadera fiesta.
Fuente: Calle del Orco