Por Richard Ford
A menudo me he sentido culpable al tratar de responder a la pregunta del título. Lo he hecho en público después de lecturas, en mesas redondas con docenas de colegas, ante filas de complacidos estudiantes y para crueles y cínicos periodistas en salas de hotel, tanto en el país como en el extranjero. Creo con toda honestidad poder decir que nunca me hubiera hecho espontáneamente esa pregunta de no haber habido otra persona interesada en ella, o de no haber estado mi propia suerte financiera (correcta o incorrectamente) ligada a semejante especulación. O bien sabía la respuesta, supongo, o bien pensaba que no necesitaba saberla. Sin embargo, una vez formulada, reconozco que durante estos últimos años me he interesado por las respuestas que se me han ido ocurriendo —esto es, que he ido inventando sobre la marcha—, de un modo muy semejante al interés que dedico al desarrollo de cualquier obra de ficción que esté escribiendo. Esto es, después de todo, lo que se hace cuando se escribe literatura de ficción, o en todo caso lo que yo hago: coger algo poco verosímil o en lo que al menos no haya pensado antes, algo que sienta como una especie de deseo no expresado, y luego tratar de ver qué puedo idear, a partir o alrededor de eso, que me interese o me divierta, con la esperanza de que, al darle sentido mediante palabras, lo haga interesante e importante para alguien más.
Durante muchos siglos, muchos escritores han fruncido el ceño ante esta preguntaque interroga acerca del origen de todo el material que uno escribe. «Toda buena poesía es el desbordamiento espontáneo de sentimientos poderosos»: he aquí una parte importante de la respuesta de Wordsworth. Y no he encontrado ninguna razón para no dar mi humilde opinión, por si pudiera llegar al fondo de la cuestión, o muy cerca del fondo, y posiblemente contribuir a la extinción de la literatura de una vez para siempre, que es a lo que parece tender la investigación: hacer explicable la escritura y permitir que se convierta en un teorema claro, como si se tratara de un complicado problema de física de plasma, para poder olvidarnos de ella y volver a ver Seinfeld. Y si esto no resulta, podría decir al menos algo ingenioso o cautivador que estimulara al oyente o al lector a buscar el libro que realmente me interesa, el que acabo de escribir y espero que guste a todos.
Es posible que, en parte, esta investigación permanezca viva en Estados Unidos debido a esa institución predominantemente americana que es el taller de escritura creativa, del que soy un auténtico graduado y que entre los europeos suele provocar cara de asombro. La institución tiene muchas virtudes, la más valiosa de las cuales es el tiempo para escribir. Pero también tiene varios defectos, entre ellos la supuesta pero no demostrada ventaja de estar constantemente rodeado de colegas y compatriotas de la misma mentalidad para hablar de lo que uno está haciendo, como si el compañerismo mejorara de forma natural el importante trabajo personal precisamente mientras se está realizando. Es posible que cierto tipo de personas ansiosas no puedan evitar caer en el tema de cómo hacemos lo que hacemos y por qué lo hacemos, pues se hallan en una época de la vida en que ya el simple hecho de escribir es una preocupación, en que la obra propia es escasa y difícil de distinguir de la vida privada y en que uno se da cuenta de que lo que escribe no es en realidad un tema de conversación demasiado atractivo para reuniones sociales. Entre los principiantes dedicados a escribir, el vasto tema del origen de la literatura puede ser lo único que tengamos en común, y todo eso pasará por especulación abstracta pretendidamente artística y sin ningún interés.
¿Los escritores gente especial?
Pero hay sin duda otra fuerza socioliteraria que mantiene vivo el tema: la coincidencia que se da de vez en cuando entre muchos no escritores en torno a la frívola creencia de que los escritores son gente especial, una suerte de celebrantes encargados de un importante mundo interior al que cualquier persona quisiera acercarse como modo de aproximación a una poderosa esencia de la vida. Las preguntas sobre cómo, por qué, etc., se convierten en meras genuflexiones ante el médium. Y los escritores, en general deficitarios en autoestima y siempre necesitados de mayor atención a su obra, tienen a menudo el vivo deseo de convertirse en intérpretes de su obra, cuando no en su real avatar. Recuerdo una anécdota acerca de un escritor al que conozco, del que se dice que una vez condujo a un visitante interesado hasta su escritorio con vistas al Pacífico y, al entrar en la habitación sagrada e inundada de sol, dijo en un susurro: «Bueno, ya estamos. Aquí es donde hago mi magia.»
Tampoco en esto hay nada nuevo, sino sólo otro ejemplo del supuesto de que el acercamiento al escritor revelará con mayor plenitud lo escrito, con mayor verdad. O bien se trata del viejo error de confundir al hacedor con lo hecho, objeto por el que tal vez exista cierta fascinación mágica, ¿quién sabe?
Tomando en consideración un conjunto real de conexiones mecánicas que pudieran haber llevado una obra escrita desde ninguna parte —el «lugar» donde residía antes de que yo la escribiera— hasta su condición final del libro que espero guste a los lectores, me impresiona la visión romántica que ve en la invención del artista una forma de magia fortuita, que es imposible explicar de la misma manera en que, digamos, puede explicarse adecuadamente la llegada de un tren a Des Moines remontándose hasta su origen en Paducah a través de los tramos recorridos, los cambios de vía, las vías muertas y los túneles por los que ha pasado.
Es posible tratar de reconocer retrospectivamente —y los estudiosos lo hacen— algunas conexiones evidentes entre la obra terminada y la mente y la página en blanco originarias e incluso ir más allá (ha utilizado el nombre de su padre para un asesino sexual…, ¡hum!; ella padecía glaucoma exactamente como la hermana abandonada que se hace monja carmelita, ¿cómo se puede sostener, entonces, que toda la maldita historia no versa sobre la ceguera moral?). Pero, por supuesto, es bien sabido que esos procedimientos son poco fiables y a veces incluso absolutamente impertinentes, pues, en primer lugar (y no tiene por qué haber un segundo), esas investigaciones comienzan en Des Moines y dan por supuesta su existencia, mientras que para el escritor (y me dispongo a abandonar esta historia de trenes), Des Moines no es una ciudad, sino un nombre que no sólo ha de ser encontrado, sino conjurado. En realidad, puede que el nombre con el que se debía empezar no fuera Des Moines —pudo haber sido Abilene o Chagrin Falls—, pero se convirtió en Des Moines porque de alguna manera el escritor tuvo un lapsus y dejó que Abilene escapara a su atención, o porque Des Moines contenía un bonito diptongo y lucía claro y francés en la página, mientras que Abilene sólo tiene esas tres torpes sílabas y ya había una bobalicona canción country acerca de ella. Sea como fuere, hay al menos dos Abilene, una en Texas y otra en Kansas, lo que confunde, y ninguna tiene línea de ferrocarril.
Es fácil de entender lo que quiero decir: nunca es posible remontar las conexiones verdaderas hasta su origen, porque sólo existen en esa turbia y silenciosa, aunque fecunda, noche interestelar en la que reinan el impulso, la asociación libre, el instinto y el error. Y aun cuando tratara de explicar fielmente las conexiones etiológicas de una pieza literaria que yo mismo hubiera escrito, podría mentir acerca de ellas, o fallarme la memoria. Pero en todo caso tendría que hacer algo muy parecido a lo que hace el estudioso, si bien no exactamente como escritor, pues, como dije más arriba, el escritor siempre parte de la nada.
Observar la realidad
(…)
Cualquiera que haya escrito alguna vez una novela, un cuento o un poema y haya tenido ocasión de conversar sobre su obra con un lector entusiasmado o simplemente interesado, conoce la sensación de incomodidad que producen los intentos del lector de descubrir las conexiones que vinculan el relato con una supuesta «fuente», como modo de iluminar los procedimientos que transforman la vida en arte, o bien de reducir un acto de creación a algún problema de diseño industrial.
En mi caso, con frecuencia esta investigación se centra en el poderoso tema de los niños, específicamente en el de escribir sobre niños y, de modo más acusador, en cómo puedo yo escribir sobre ellos en tal o cual sentido sin tener ni haber tenido nunca un hijo.
Con frecuencia, a mi interlocutor ocasional le resulta sorprendente que pueda escribir de modo convincente sobre niños; aunque la mayoría de las veces la sorpresa no se expresa como halago, sino con un desconfiado tono de sospecha cuyo espíritu es que o bien tengo hijos (en otro condado, tal vez) y me niego a reconocerlo, o bien es forzoso que alguien con autoridad en la materia se avenga a examinar de cerca mis pequeñas invenciones para garantizar que son en realidad tan acertadas como parecen.
Por mi parte, procuro sentirme feliz ante tales cuestionamientos. Después de todo, un extraño ha leído o parece haber leído al menos una parte de alguno de mis libros y haberse conmovido, por lo que le estaré siempre agradecido. Con la misma facilidad, también él o ella pudo haberse conformado con ver Seinfeld. Y en la mayoría de los casos me limito a tratar de sonreír, de reír entre dientes y balbucear algo en el sentido de que yo también fui niño, y si esto no funciona digo algo sobre la cantidad de niños que hay por doquier para observar y estudiar y que mi oficio jamesiano consiste en ser un buen observador. Finalmente, si todo esto sigue siendo insuficiente, digo que si tan difícil fuera escribir sobre niños, yo sería el menos capacitado para hacerlo, pues no soy más listo que el resto de la humanidad.
Pero la verdad —lo único que tengo por verdadero y que sirve de sostén a mis relatos— es que, aun cuando yo también he sido niño, aun cuando hay por todas partes montones de mocosos para estudiar como ratas de laboratorio, y aun cuando no cabe duda de que no soy el hombre más listo del mundo, he escrito mucho sobre niños inventándolos. Los invento a partir de fragmentos de lenguaje, de mis recuerdos, de informaciones periodísticas, de las observaciones que he oído por casualidad a mis amigos y sus hijos, de esto y de aquello, y a veces de nada en absoluto, sino de la placentera voluntad de atribuir algo que pudiera ser interesante en el texto a un niño, y no a un adulto, a un astronauta o a un caballo, tras lo cual un niño, un niño ficticio, comienza a tomar forma en la página como un gesto moral de buena voluntad para con el lector. «”Lo único que quiero para Navidad es saber qué diferencia hay entre qué y cuál‘, dijo el pequeño Johnny, que sólo tenía diez años pero que ya comenzaba a necesitar una disciplina más firme.» Ahí está: ha nacido un niño.
A veces, si me siento presionado o molesto, estoy a punto de decir directamente: Estos pequeños cabrones son invento mío. Eso es todo. Demándeme si quiere. Pero casi siempre una extraña contención me devuelve a mis explicaciones anteriores. Simplemente hay en mí cierta delicadeza que me impide decir: «Estos personajes son inventados; es imposible seguir sus huellas como las de los conejos hasta sus madrigueras. No se los encontrará ahí ocultos.» Es como si defender la invención y su frágil y maravillosa eficacia fuera poco delicado, poco elegante. Y aunque defender la invención no dañe ni contamine sus maravillas (todos sabemos que las novelas son objetos artificiales; parte de nuestro placer estriba en no perder esto de vista), siempre que lo hago me siento intranquilo, no como un mago que de mala gana muestra a un palurdo cómo sacar una moneda de su propia oreja, sino más bien como un párroco local que, al oír una pequeña pero humillante confesión de un amigo, lo perdona con un leve castigo a fin de facilitar el acceso a cuestiones más importantes.
Wallace Stevens escribió en una ocasión que «en la era de la incredulidad … corresponde al poeta proporcionar, en su medida y su estilo, la satisfacción de creer». Y esto lleva implícito cómo me siento con respecto a la invención: personajes inventados, paisajes inventados, rupturas sentimentales inventadas y las posteriores reparaciones. Creo que hay cosas artificiales importantes que resisten un rastreo preciso de sus orígenes y que es una bendición que las haya, pues el hecho de aceptarlas en la literatura (en la que se comportan como sucedáneos de creencias menos aceptables) sugiere que para todos los problemas humanos, para cada situación insoluble, para cada desesperación, tenemos oportunidad de invocar un progreso, una Des Moines donde previamente sólo hubo una apesadumbrada Abilene.
Hace treinta años, en su maravilloso libro El sentido de un final, Frank Kermode escribió: «No es que seamos expertos en el caos, sino que estamos rodeados de él, y equipados para coexistir con él sólo mediante nuestros poderes de ficción.» En mi opinión, no creer en la invención, en nuestros poderes de ficción, sino pensar que todo es rastreable hasta sus orígenes, que el conejo debe finalmente estar esperando en la madriguera, es (por irremisiblemente erróneo) una receta segura para acabar en las borrascas de la decepción y un pequeño pero innecesario reproche a la capacidad salvadora de la humanidad para imaginar lo que podría ser mejor y luego, con sana esperanza, buscarlo.
*Texto publicado originalmente en la revista Granta 62 en 1998. Traducido por Marco Aurelio Galmarini para el libro Flores en las grietas. Autobiografía y literatura (Anagrama, 2012)