Por Sergio Pitol
Mi aprendizaje es resultado de una lectura inmoderada de cuentos y novelas, de mis empeños como traductor y del estudio de algunos libros sobre aspectos de la novela escritos casi siempre por narradores, como el ya clásico de E.M. Forster, el riguroso cuaderno de notas de Henry James, o el fragmentario de Antón Chéjov, así como de una larga serie de entrevistas, artículos y ensayos sobre novela también de novelistas; sin olvidar, por supuesto, las conversaciones con gente del oficio.
Los decálogos, esa enumeración de instrucciones para uso de jóvenes aspirantes a escritores, me han resultado fascinantes por el mero hecho de permitirme leer después la obra de sus autores bajo una luz no previsible. Los preceptos que Chéjov escribió para orientar a un hermano menor decidido a emprender el oficio literario son la clara expresión de la poética que de una manera gradual el narrador ruso había forjado para sí. No son la causa sino el resultado de una obra donde el autor había perfilado su mundo y definido su especificidad literaria. Pero ¿entenderemos mejor el mundo de Chéjov al conocer esa preceptiva extraída de su propia experiencia profesional? Me parece que no. A cambio, el conocer la artesanía empleada para escribir sus relatos admirables con toda seguridad intensificará el placer de la lectura. Conocer esa preceptiva nos permitirá descubrir, si no su mundo conceptual, sí algunos secretos de su estilo o, más bien, los misterios de su carpintería. Sólo que si aplicamos como norma la misma preceptiva a Dostoievski, Céline o Lezama Lima tendríamos que descalificarlos como narradores, pues tanto su universo como sus métodos y fines se encuentran en total oposición a los del escritor ruso. ¿Podría acaso el decálogo de Horacio Quiroga aplicarse a la obra de Joyce, de Borges o de Gadda? Me temo que no. No por otra razón, sino porque pertenecen a familias literarias diferentes. Cada autor, a fin de cuentas, ha de crear su propia poética, a menos que se conforme con ser el súcubo o el acólito de un maestro. Cada uno constituirá, o tal vez sea mejor decir encontrará, la forma que su escritura requiera, ya que sin la existencia de una forma no hay narrativa posible. Y a esa forma el hipotético creador habrá de llegar guiado por su propio instinto.
Uno aprende y desaprende a cada paso. El novelista deberá entender que la única realidad que le corresponde es su novela, y que su responsabilidad fundamental se finca a ella. Todo lo vivido, los conflictos personales, las preocupaciones sociales, los buenos y los malos amores, habrán de confluir en ella, puesto que la novela es una esponja que deseará absorberlo todo. El narrador cuidará de alimentarla y fortalecerla, impidiéndole cualquier propensión a la obesidad. “La novela –sostenía Henry James- no es sino una impresión personal y directa de la vida.”