Por Roberto Bolaño
Nunca me he planteado “trabajar” con mi autobiografía. Vivir sin trabajar para mí es algo que se parece a la felicidad. Así que procuro, cada vez que puedo, evitarme ése y cualquier esfuerzo. No trabajar con mi autobiografía (la palabra autobiografía me pone los pelos de punta), no trabajar con la escritura, no lavar los platos, dejar que mis hijos hagan lo que quieran y permanecer sentado delante de la tele viendo programas basura y refunfuñando o riéndome. Creo, por otra parte, que las únicas autobiografías interesantes, en realidad las únicas biografías interesantes, son las de los grandes policías o la de los grandes asesinos (éstas últimas, por supuesto, publicadas bajo seudónimo o anónimamente, o publicadas post-mortem), porque de alguna manera rompen ese molde deprimente y real de que el destino de los seres humanos es respirar y un día dejar de hacerlo. El policía y el detective parecen ajenos a esa mecánica. En sus biografías o autobiografías siempre hay otra cosa: una propuesta, un juego, un crucigrama que te dice acércate al espejo y mira.