Por Albert Camus
No hay ser por fin que, a partir de cierto nivel elemental de conciencia, no se agote buscando las fórmulas o las actitudes que darían a su existencia la unidad que le falta. Parecer o hacer, el dandi o el revolucionario exigen la unidad, para ser, y para ser en este mundo. Como en esas patéticas y miserables relaciones que se prolongan a veces largo tiempo porque uno de los miembros espera hallar la palabra, el gesto o la situación que harán de su aventura una historia concluida y formulada en el tono justo, cada uno se crea o se propone tener la palabra final. No basta con vivir, hace falta un destino, y sin esperar la muerte. Es, pues, justo decir que el hombre tiene la idea de un mundo mejor que éste. Pero mejor no quiere decir entonces diferente, mejor quiere decir unificado. Esta fiebre que levanta el corazón por encima de un mundo disperso, del que, sin embargo, no puede desprenderse, es la fiebre de la unidad. No desemboca en una mediocre evasión, sino en la reivindicación más obstinada. Religión o crimen, todo esfuerzo humano obedece a la postre a ese deseo irrazonable y pretende dar a la vida la forma que no tiene. El mismo movimiento, que puede llevar a la adoración del cielo o a la destrucción del hombre, lleva asimismo a la creación novelesca, que recibe entonces su seriedad.
¿Qué es, en efecto, la novela sino este universo en que la acción halla su forma, en que las palabras del final son pronunciadas, los seres entregados a los seres, en que toda vida toma la faz del destino? El mundo novelesco no es más que la corrección de este mundo, según el deseo profundo del hombre. Pues se trata indudablemente del mismo mundo. El sufrimiento es el mismo, la mentira y el amor. Los personajes tienen nuestro lenguaje, nuestras debilidades, nuestras fuerzas. Su universo no es ni más bello ni más edificante que el nuestro. Pero ellos, al menos, corren hasta el final de su destino y no hay nunca personajes tan emocionantes como los que van hasta el extremo de su pasión, Kirilov y Stavroguin, la señora Graslin, Julien Sorel o la princesa de Cléves. Es aquí donde nos alejamos de su medida, pues ellos acaban lo que nosotros no acabamos nunca.
Madame de La Fayette sacó La princesa de Cléves de la más estremecedora experiencia. Sin duda es la señora de Cléves, y sin embargo no lo es. ¿Dónde está la diferencia? La diferencia está en que madame de La Fayette no entró en un convento y que nadie en su entorno murió de desesperación. No cabe duda de que conoció al menos los instantes desgarradores de aquel amor sin igual. Pero no tuvo punto final, le sobrevivió, lo prolongó cesando de vivirlo, y por último, nadie, ni ella misma, hubiera conocido su dibujo si no le hubiera dado la curva desnuda de un lenguaje impecable. Del mismo modo, no existe historia más novelesca y más bella que la de Sophie Tonska y Casimir en Las pléyades de Gobineau. Sophie, mujer sensible y bella, que hace entender la confesión de Stendhal, «no hay más que las mujeres de gran carácter que puedan hacerme feliz», obliga a Casimir a confesarle su amor. Acostumbrada a ser amada, se impacienta ante aquél, que la ve todos los días y que, a pesar de ello, no ha abandonado nunca una calma irritante. Casimir confiesa, en efecto, su amor, pero en el tono de una exposición jurídica. La ha estudiado, la conoce tanto como se conoce a sí mismo, está seguro de que este amor, sin el que no puede vivir, carece de futuro. Ha decidido, pues, declararle a la vez este amor y su inconsistencia, hacerle donación de su fortuna -Sophie es rica y este gesto es inconsecuente- a condición de que ella le pase una modestísima pensión que le permita trasladarse al suburbio de una ciudad elegida al azar (será Vilna), y esperar en ella la muerte, en la pobreza. Casimir reconoce, por lo demás, que la idea de recibir de Sophie lo que le será necesario para subsistir representa una concesión a la debilidad humana, la única que se permitirá, con, de tarde en tarde, el envío de una página en blanco metida en un sobre en el que escribirá el nombre de Sophie. Tras mostrarse indignada, luego turbada, luego melancólica, Sophie aceptará; todo se desarrollará tal como Casimir había previsto. Morirá en Vilna, de su pasión triste. Lo novelesco tiene así su lógica. Una bella historia no carece de esa continuidad imperturbable que no se da nunca en las situaciones vividas, pero que se encuentra en el proceso del sueño, a partir de la realidad. Si Gobineau hubiese ido a Vilna, se habría aburrido y habría regresado, o habría estado allí a su gusto. Pero Casimir no conoce las ganas de cambiar y las mañanas de cura. Va hasta el fin, como Heathcliff, que deseará ir más allá de la muerte para llegar hasta el infierno.
He aquí, pues, un mundo imaginario, pero creado por la corrección de éste, un mundo en que el dolor puede, si quiere, durar hasta la muerte, en que las pasiones no se distraen nunca, en que los seres se entregan a una idea fija y están siempre presentes los unos para con los otros. El hombre se da al fin a sí mismo la forma y el límite apaciguador que persigue en vano en su condición. La novela fabrica destinos a la medida. Así es como compite con la creación y vence, provisionalmente, a la muerte. Un análisis detallado de las novelas más famosas mostraría, con perspectivas cada vez diferentes, que la esencia de la novela está en esa corrección perpetua, dirigida siempre en el mismo sentido, que el artista efectúa sobre su experiencia. Lejos de ser moral o puramente formal, esta corrección apunta primero a la unidad y traduce, con ello, una necesidad metafísica. La novela, a este nivel, es en primer lugar un ejercicio de la inteligencia al servicio de una sensibilidad nostálgica o en rebeldía. Se podría estudiar esta búsqueda de la unidad en la novela francesa de análisis, y en Melville, Balzac, Dostoievski o Tolstoi.
Fuente: Calle del orco