Por Silvina Ocampo
Cuando me pongo a escribir o a pintar o a hacer cualquier cosa creativa me olvido por completo de todos y de todo. Esa puede ser mi venganza. En una época quería hacer escultura, pero eso requiere tiempo, y yo no podía esperar, necesitaba terminar lo que estaba haciendo. Si no lo hacía, me moría. Me acostaba a dormir y no podía dormir. Me despertaba y me levantaba a trabajar. Siempre me pareció criminal dejar inconcluso algo que uno ha empezado. Lo mismo me pasó con la fotografía. Me iba a la cama y soñaba con las imágenes que había tomado. Me levantaba y me iba a revelar, o pensaba en otras tomas.
Ahora no sueño. En una época soñaba muchísimo. Pensé que siempre iba a tener memoria, que siempre me iba a acordar de esos sueños tan extraños. Pero me los olvidé. Una vez soñé un chiste. Yo tenía un perro al que quería mucho y me parecía un genio. En un sueño, mi perro y yo estábamos en una plaza; un señor pasaba y yo trataba de explicarle todo lo inteligente que era mi animal: “No se imagina todo lo que sabe hacer”. El señor me respondía: “No, no me lo imagino. Para eso tendría que ser perro”. Yo seguía: “Mi perro sabe cantar las sinfonías de Beethoven. Se las voy a hacer escuchar”. Y le daba orden a mi perro que cantara Beethoven. El pobre lo intentaba. Y yo le decía al señor: “¿Lo escucha?” Y él me contestaba: “No, no canta nada”. “Sí que canta –le insistía yo–, lo que pasa es que canta muy bajito. Acérquese a la boca y va a escuchar mejor”. Él se agachaba, se acercaba a la boca de mi perro y decía: “Es cierto, canta Beethoven, pero muy bajito. Así no tiene gracia”. Me llenaba de angustia y depresión que no apreciaran a mi perro por una simple cuestión de volumen. Hasta en los sueños hay gente estúpida.
(…) las amistades distraen. He sido muy feliz cuando he escrito o he creado algo con un amigo. Ése es el momento más pleno de una amistad. En realidad, nada me ha dado más placer que crear, que escribir. Cuando escribo, cuando estoy entusiasmada con un argumento, con una poesía, es como si tuviera fiebre, pero una fiebre que me llena de alegría. Entonces no le tengo miedo ni a las traiciones, ni a los tormentos de los celos, ni pienso en los demás. Los demás son seres que están en esa historia que estoy relatando. Y ellos, en cierto modo, sólo dependen de mí.