Por Cynthia Rimsky
Foto: Gentileza María Aramburú
Buscaba un departamento para alquilar en un barrio. No me importaba vivir lejos, tomar una combinación de bus y Metro para ir al cine, si eso me permitía ver a la misma gente todos los días, comprar en la misma panadería, aspirar los mismos olores, presenciar los pequeños cambios cotidianos en una ciudad tan grande y ajena. Buenos Aires debe ser de las ciudades donde resulta más caro el trámite de alquilar. Las corredoras de propiedades cobran dos meses de alquiler; el dueño pide un mes de alquiler adelantado y, a veces, dos de depósito. Es el arrendatario o locatario (próximo a la locura) quien debe costear la indagación de sus antecedentes. Porque exigen que uno tenga una propiedad que pueda ser embargada en caso de no pago o es imposible alquilar.
Para evitar el gasto de la Corredora de propiedades decidí buscar por mi cuenta. La excusa me permitió salir de los confines de ese mapa recortado que entregan a los turistas. Cada vez que recibo uno me pregunto qué hay en esos barrios que quedan fuera de la marcación, por qué no merecen que uno les eche un vistazo o gaste unas horas en recorrerlos. Como quedan lejos y uno desconoce la forma de llegar, los va posponiendo y el último día ya es tarde.
Por motivos laborales debía buscar en la zona norte. Me fui guiando por los nombres. Ubicaba el barrio en el mapa y averiguaba dónde estaban los accesos. Como son demasiado grandes y no es posible abarcarlos por completo, buscaba a través de Google earth los sectores bajos, donde todavía no han construido edificios altos. Antes de salir de casa ponía el nombre en el buscador por si aparecía algo de su historia, un café, restaurante, un parque distintivo. Como no estaba segura de encontrar un almacén abierto (generalmente hacía esto los fines de semana), me llevaba 100 gramos de algún fiambre o queso, pan, una cerveza o esas botellitas de champaña individuales que caben justo en la cartera.
De esta forma conocí Floresta, Flores, Saavedra, Parque Chas, Nuñez, Florida, Coghlan, Villa Ortúzar, Colegiales, el barrio de River. En realidad, lo que conocí fue un pensamiento histórico en torno al ser y a su habitar. La idea del barrio como un acontecimiento cultural más que geográfico, la necesidad de construir un espacio colectivo sobre la base del buen vivir. En Flores fui a conocer “las casas baratas”. Resulta increíble lo que se consideraba barato en aquella época, la cantidad de árboles, de plazas, las veredas anchas.
Rápidamente me di cuenta que con este método aleatorio no iba a encontrar alquiler, pero me animaba la fantasía: ¿Y si encuentro? Recuerdo que hubo un punto de inflexión que me hizo reflexionar si el barrio está dentro de uno, no fuera. Cansadas de caminar decidimos hacer un alto en una plaza, desenvolver el fiambre, abrir el pan y sacar las botellitas individuales de champaña. Mientras los niños jugaban, las madres esperaban sentadas a que sus retoños se cansaran. Una de ellas logró convencer al hijo que era hora de volver a casa y al ver nuestro picnic, exclamó: ¡qué envidia!
Finalmente alquilé en el Centro. En los bajos de mi edificio hay un café antiguo. El primer día me presenté ante el dueño. No habíamos armado la cocina y a las cinco de la tarde le pregunté si me podía dar un plato caliente. Unas lentejas fueron la bienvenida al barrio porque este lugar céntrico es también un barrio. “Con mucho esfuerzo hemos logrado formar aquí una pequeña comunidad para pasarla bien”, me dijo el dueño del bar café. Y me pasó un carné figurado de membresía. He ido conociendo al reparador de calzados, al ferretero, a la señora que atiende la lavandería. A unas cuadras hay un pequeño mercado, en realidad, son los restos de un mercado, pero tiene una pescadería, un par de carnicerías, fiambrerías y verdulerías. He aprendido a reconocer a los abogados que viven aquí en el día y a los solitarios, los estudiantes, los viejos residentes que viven aquí de noche, cuando los que trabajan en el centro vuelven a sus casas, y esto queda convertido en un barrio, con sus media sombras y ritos donde aún se escuchan los ecos deformados de aquella idea de comunidad.
En la azote del edificio del frente hay un joven que pule y pinta maceteros, les coloca almácigos y, seguramente, los vende en una feria. Desde la mañana a la noche trabaja con una pulidora eléctrica y el ruido es enervante. Le pedimos desde el balcón que pusiera un aislante para atenuar el ruido. El joven se entró y no lo vimos más. Le conté esto al dueño del café de abajo. “Claro que lo conozco, me dijo, qué pena, vive de eso, pero no te preocupes, él también viene aquí, así que los presento, y el café será el lugar de la mediación”.