Por Cynthia Rimsky
Cuando me mudé a vivir a la cuadra, no conocía a nadie. El gasfiter me contó que mis vecinos de piso en el edificio eran los dueños de la fuente de soda al otro lado de la calle. Una mañana -la recuerdo porque al ver la terraza sumida en la tibieza del mediodía, pensé que era un lugar ideal para sentarse a leer-, crucé la calle y pregunté a la mesera que limpiaba las cubiertas de formalita, si estaban los dueños. Ella, sin soltar el pañito, gritó: “Doña C., la buscan”. Doña C. nunca olvidó la mañana en la que me presenté como su vecina y le ofrecí ayuda para arreglar el edificio. Comenzamos cobrando 3 mil pesos por departamento, instalamos portero eléctrico y citófonos, se pintó la caja de la escalera, se pusieron ampolletas de bajo voltaje y lámparas; en los cinco años que llevo viviendo aquí, nunca me exigió que trabaje tanto como ella, dice que ahora se siente acompañada y, efectivamente, cada vez que se le ocurre “embellecer” el edificio, me dan ganas de acompañarla.
A continuación, me vi envuelta en un problema del que no me siento orgullosa. A la distancia comprendo que no tomé en cuenta que llegaba a un territorio que ya tenía relaciones de convivencia entretejidas durante décadas. Fue con el viejo verdulero que tuve el problema. En una época imprecisa, uno de los propietarios le cedió el cuartito bajo la escalera para guardar su mercadería. Dicen que fue un kiosco próspero, cuando llegué, el viejo apenas caminaba y, como no tenía baño cerca, orinaba en un balde que mantenía en el cuartito. Me lo confesó mi vecina al quejarme del mal olor que había a la entrada. Me pareció increíble lo que me contaba. Hubo quien me hizo ver que mientras tuvo sus piernas buenas, el viejo cruzaba la calle para orinar en la fuente de soda. Seguí encontrándolo increíble. Fui departamento por departamento recolectando firmas, se le prohibió al viejo orinar en el edificio y se le exigió que cancelara la cuota mensual de 3 mil pesos de aseo. Un joven, que el viejo adoptó siendo niño, me encaró a la salida del edificio; que quién me creía yo para prohibirles estar allí, que era yo la que debía irme. Al poco tiempo robaron mi bicicleta y el viejo decidió sacar sus cajas definitivamente para que no le echaran la culpa. El candado de la bicicleta estaba en el cuartito, lo encontró mi vecina, mientras limpiaba con dos galones de cloro la grasa acumulada. El viejo continuó orinando en el balde, que ahora mantenía en el kiosco, bajo la tabla de madera que usaba como asiento.
Después les tocó el turno a los del kiosco de las llaves, pero ese fue el vecino del segundo piso. Los cerrajeros acostumbran a recibir a sus amigos como si estuviesen en el living de su casa. Tipo cuatro de la tarde iniciaban la cocinería, pero antes ya comenzaban a beber, cerveza y vino en caja. Desde mi ventana veía el brasero donde hervían cazuelas, causeos, porotos, tallarines… el trago y la risa duraban hasta altas horas de la noche. Según me contaron la noche en que me uní a ellos, era la continuación de una vieja tradición. En esta cuadra esperaban, con vino y chicha, los choferes de los carretones que traían las frutas y verduras a La Vega, a que el patrón volviese con el dinero. Había músicos, lanzas y hasta casa de putas, me dijo el cerrajero. Ahora los parroquianos son el vendedor ambulante que trabajó como vedetto, los dos cuidadores de autos, los mendigos, la señora que recoge los envases vacíos, el alcohólico y los loquitos. Pero las francachelas de los cerrajeros y sus amigos no dejaban dormir a la guagua del dueño del departamento del segundo piso. Mi vecino hizo valer su derecho de propietario en contra de los cerrajeros que no poseían ningún metro cuadrado. La Municipalidad les permitió seguir con el kiosco a condición de que no prepararan alimentos ni cerraran pasadas las ocho de la noche. El argumento fue que había un niño; seguramente el propietario anterior también tuvo un hijo, pero ahora hay un padre que se deslomó para comprar un departamento en un barrio respetable; antes también los padres se deslomaban para comprar un departamento, pero les debe haber resultado más justo que sus hijos se acostumbraran al ruido de los amigos que ríen y se emborrachan en la calle, a desarmar tan antigua cofradía.