Por Virginia Woolf
Por dudosos que con frecuencia nos mostremos sobre si los franceses o los estadounidenses, que tanto en común tienen con nosotros, pueden comprender la literatura inglesa, hemos de admitir dudas mayores sobre si, pese a todo su entusiasmo, los ingleses pueden comprender la literatura rusa. El debate sobre qué queremos decir por “comprender” podría alargarse indefinidamente. A todo el mundo se le ocurrirán ejemplos de escritores estadounidenses que, en lo particular, poseen el más elevado discernimiento sobre nuestra literatura y sobre nosotros; que han vivido una vida entera entre nosotros y, finalmente, han dado pasos legales para volverse súbditos del rey Jorge. Con todo y eso ¿nos han entendido, no han permanecido hasta el final de sus días siendo extranjeros? ¿Podría creer alguna persona que las novelas de Henry James fueron escritas por un hombre criado en la sociedad que describe, que su crítica de los autores ingleses fue escrita por un hombre que leyó a Shakespeare sin ninguna conciencia del océano Atlántico y de los doscientos o trescientos años que, en la orilla más lejana del mismo, separa su civilización de la nuestra? El extranjero logrará a menudo una percepción y un alejamiento especial, un ángulo de visión agudo, pero no esa liberación de la conciencia de sí mismo, esa comodidad y camaradería y sentido de los valores comunes que permiten la intimidad, la cordura, el rápido toma y daca de los intercambios familiares.
No sólo ocurre que todo esto nos separa de la literatura rusa, sino una barrera mucho más seria: la diferencia de idioma. De todos los que se regalaron con Tolstói, Dostoievsky y Chéjov en los últimos veinte años, no más de uno o quizás dos pudieron leerlos en ruso. Nuestras estimaciones de sus cualidades fueron formadas por críticos que nunca leyeron una palabra en ruso, nunca vieron Rusia, incluso nunca oyeron esa lengua hablada por nativos; hemos tenido que depender, ciega e implícitamente, del trabajo de los traductores.
Lo que estamos diciendo se limita a lo siguiente, entonces: que hemos juzgado toda una literatura desnudada de su estilo. Cuando se ha cambiado toda palabra de una oración del ruso al inglés, con eso se ha alterado un poco el sentido y del todo el sonido, el peso y al acento de las palabras en la relación que guardan entre sí; nada queda sino una versión tosca y burda del sentido. Así tratados, los grandes escritores rusos son como hombres privados, por un terremoto o un accidente ferroviario, no sólo de su ropa, sino de algo más sutil e importante: sus costumbres, la idiosincrasia de su carácter. Lo que resta es, como lo han probado los ingleses mediante el fanatismo de su admiración, algo muy poderoso y muy impresionante, pero es difícil estar seguros, dadas hasta dónde confiar en que no estamos haciéndoles imputaciones, no los estamos distorsionando, no estamos leyendo en ellos un subrayado que es falso.
Han perdido su ropa, decimos, en alguna catástrofe terrible, pues cualquier figura de este tipo describe la sencillez, la humanidad liberada de cualquier esfuerzo por ocultar y disfrazar sus instintos, que la literatura rusa trae a nosotros, se deba a la traducción o a alguna otra causa más profunda. Encontramos que estas cualidades todo lo empapan, que son igual de obvias en los escritores menores que en los grandes. “Aprendan a ser los iguales de la gente. Incluso me gustaría agregar: háganse indispensables a ella. Pero que esa simpatía no sea de la mente -pues con la mente es fácil- sino con el corazón, con amor por ella.” “Viene de los rusos” se diría al instante, si uno tropezara con esta cita. La sencillez, la ausencia de esfuerzos, la suposición de que en un mundo rebosante de miseria el principal llamado que se nos hace es a comprender a nuestros compañeros de sufrimiento, y que “no sea de la mente -pues con la mente es fácil- sino con el corazón”: tal es la nube que gravita sobre toda la literatura rusa, que nos aleja de nuestra brillantez parchada y de nuestros caminos agostados para que nos expandamos a su sombra… con resultados desastrosos, desde luego. Caemos en la torpeza y en la conciencia de nosotros mismos; negamos nuestras cualidades, escribirnos con una afectación de bondad y sencillez que es nauseabunda al extremo. No sabemos decir “hermano” con sencilla convicción. Hay una historia del señor Galsworthy en que uno de los personajes se dirige de esa manera a otro (ambos se encuentran en las honduras del infortunio). De inmediato todo se vuelve forzado y afectado. El equivalente inglés de “hermano” es “mate”, una palabra muy diferente, que algo de sardónico tiene en sí, una indefinible insinuación de buen humor. Aunque se hayan encontrado en las honduras del infortunio, esos dos ingleses que así se dirigen uno al otro hallarán, estamos seguros, un empleo, harán fortuna, dedicarán los últimos años de sus vidas al lujo y dejarán una suma de dinero para evitar que algunos pobres diablos se llamen entre sí “hermano” en el Embankment. Pero es el sufrimiento común el que produce esa sensación de hermandad y no la felicidad, el esfuerzo o el deseo común. Esa “tristeza profunda” que el Dr. Hagberg Wright piensa típica del pueblo ruso es la que crea su literatura.
Desde luego, una generalización de este tipo, incluso aunque verdadera en cierto grado cuando se la aplica al cuerpo de la literatura, cambia profundamente si un escritor de genio se pone a trabajar con ella. De inmediato surgen otras cuestiones. Se ve entonces que una “actitud” no es sencilla, sino compleja en grado sumo. Hombres robados de sus sacos y de sus modales, aturdidos por un accidente ferroviario, dicen cosas duras, cosas ásperas, cosas desagradables, cosas difíciles, incluso aunque las digan con el abandono y la sencillez que en ellos producen las catástrofes. Ante Chéjov, nuestras primeras impresiones no son de sencillez, sino de perplejidad. ¿Qué quiere decir, por qué extrae un cuento de esto? preguntamos mientras leemos un cuento tras otro. Un hombre se enamora de una mujer casada, se separan y vuelven a encontrarse y, al final, se los deja hablando acerca de su posición y de los medios por los cuales pueden liberarse de “esta esclavitud intolerable”.
“-¿Cómo, cómo? -pregunta asiéndose la cabeza… se diría que en un momento iba a surgir la solución y entonces comenzaría una vida nueva y espléndida.” Allí acaba. Un cartero conduce a un estudiante a la estación y a lo largo del camino el estudiante procura que el cartero hable, pero éste permanece silencioso. De pronto el cartero dice, inesperadamente: “Es contra el reglamento llevar a una persona con el correo”. Y camina de un lado a otro del andén con un gesto de enojo en la cara. “¿Con quién estaba enojado? ¿Con la gente, con la pobreza, con las noches de otoño?”. De nuevo, allí acaba el cuento.
Pero ¿es éste el final? preguntamos. Más bien quedamos con la sensación de que no vimos las señales carreteras; o como si una melodía se hubiera interrumpido antes de tiempo, sin los acordes esperados al cierre. Son cuentos inconclusos, decimos, y procedemos a componer una crítica basada en la suposición de que los cuentos han de concluir de un modo que podamos reconocer. Al hacer esto, planteamos la cuestión de nuestra aptitud como lectores. Allí donde la melodía es familiar y el final enfático -los amantes se reúnen, los villanos son derrotados, las intrigas quedan al descubierto-, como ocurre en gran parte de la narrativa victoriana, difícilmente nos extraviaremos; pero si la melodía no es familiar y el final una nota de interrogación o la simple información de que los personajes siguieron hablando, como sucede en Chéjov, necesitamos un sentido de la literatura muy atrevido y alerta para escuchar la melodía, y en especial esas notas finales que completan la armonía. Es probable que hayamos de leer muchísimos cuentos antes de sentir, y esa sensación es esencial para nuestra satisfacción, que mantenemos unidas las partes, y que Chéjov no sólo se limitaba a divagar desconectadamente, sino que tocaba primero esta nota y luego la otra con intención, para completar el significado.
Debemos explorar para descubrir dónde es correcto poner el subrayado en estos cuentos extraños. Las propias palabras de Chéjov nos sirven de guía en la dirección correcta: “… una conversación como ésta que sostenemos”, dice, “habría sido impensable para nuestros padres. Por la noche no hablaban, sino que dormían profundamente; nuestra generación duerme mal, es inquieta, pero habla muchísimo y siempre está intentando decidir si estamos en lo correcto o no”. La literatura de sátira social y de sutilezas psicológicas surge de ese sueño inquieto, de esa charla incesante; pero, después de todo, hay una diferencia enorme entre Chéjov y Henry James, entre Chéjov y Bernard Shaw. Es obvio, pero ¿de dónde procede? También Chéjov está consciente de los males y de las injusticias de la situación social; la condición de los campesinos lo asombra, pero no está en él el celo del reformador, no está allí la señal de que nos detengamos. La mente le interesa enormemente; es un analista de las relaciones humanas de lo más sutil y delicado. Pero, una vez más, no, allí no está el final. ¿Será qué primariamente no le interesan las relaciones del alma con otras almas, sino la relación del alma con la salud, la relación del alma con la bondad? Esos cuentos nos muestran siempre alguna afectación, pose, falta de sinceridad. Algunas mujeres caen en una relación falsa, algunos hombres han sido pervertidos por la inhumanidad de su circunstancia. El alma está enferma, el alma se cura, el alma no se cura. He ahí los puntos subrayados en esos cuentos.
Una vez que el ojo se acostumbra a esos matices, la mitad de las “conclusiones” empleadas en la narrativa se desvanecen en el aire; se muestran como transparencias que tienen una luz por detrás: chillonas, deslumbrantes, superficiales. El aseo general del capítulo último -el matrimonio, la muerte, la expresión de valores tan sonoramente anunciados con trompetas, tan notoriamente subrayados- adquiere una naturaleza de lo más rudimentaria, Nada se resuelve, sentimos; nada se sostiene unido correctamente. Por otra parte, ese método que de principio parecía tan casual, tan inconcluso, tan ocupado con nimiedades, ahora se presenta como el resultado de un gusto exquisitamente original y quisquilloso, que elige con atrevimiento, que pone orden infaliblemente y que está controlado por una honestidad para la que no hallamos pareja, salvo entre los propios rusos. Tal vez no haya respuesta para esas preguntas, pero al mismo tiempo jamás manipulemos las pruebas, a modo de producir algo adecuado, decoroso, agradable a nuestra vanidad. Acaso éste no sea el modo de captar el oído del público; después de todo, se encuentra acostumbrado a una música más sonora, a medidas más rotundas; pero ellos han escrito la melodía según sonaba. En consecuencia, conforme leemos estos cuentos que de nada tratan, el horizonte se amplía; el alma gana una sensación de libertad pasmosa.
Cuando leemos a Chéjov, nos descubrimos repitiendo una y otra vez la palabra “alma”. Asperja sus páginas. Los borrachos viejos la emplean con toda libertad: “… has subido mucho en el escalafón, nadie te alcanza, pero no tienes un alma real, mi querido muchacho… careces de fuerza”. De hecho, el alma es el personaje central de la narrativa rusa. Delicada y sutil en Chéjov, sujeta a un número infinito de humores y perturbaciones, es de mayor profundidad y volumen en Dostoievsky, capaz de enfermedades violentas y de fiebres violentas, pero con todo sigue siendo la preocupación dominante. Quizá tal sea la causa de que al lector inglés le cueste un esfuerzo grande el leer por segunda vez Los hermanos Karamázov o Demonios. El “alma” le es ajena. Incluso antipática. Tiene poco sentido del humor y ninguno de la comedia. Carece de forma. Mantiene una relación ligera con el intelecto. Está confusa, es difusa, tumultuosa, incapaz al parecer de someterse al dominio de la lógica o a la disciplina de la poesía. Las novelas de Dostoievsky son remolinos bullentes, tormentas de arena giratorias, trombas que sisean, hierven y nos absorben. Se componen única y totalmente del material del alma. A pesar de nuestra voluntad nos devoran, nos sacuden, ciegan, sofocan y, al mismo tiempo, nos llenan de un éxtasis vertiginoso. Excepto Shakespeare, no hay lectura más excitante. Abrimos la puerta y nos encontramos en una habitación llena de generales rusos, de tutores de generales rusos, sus hijastras y primos y multitudes de gente miscelánea que hablan a plena voz de sus asuntos más íntimos. Pero ¿dónde estamos nosotros? De seguro corresponde al novelista informarnos si estamos en un hotel, en un piso o en alojamientos rentados. Pero a nadie se le ocurre explicar. Somos almas, almas torturadas, infelices, cuyo negocio único es hablar, revelar, confesar, desnudar ante cualquier desgarramiento de la carne y el nervio esos pecados agrios que se arrastran en la arena al fondo de nosotros. Pero, según escuchamos, nuestra confusión se asienta lentamente. Nos lanzan una cuerda, pescamos un soliloquio, sujetos por la piel de nuestros dientes nos vemos impulsados a través del agua; afiebrados, agitados, avanzamos presurosos más y más, si ahora sumergidos, después en un momento de visión que nos permite comprender más de lo que nunca habíamos comprendido, recibiendo revelaciones tales que sólo se obtienen de la prensa de la vida cuando en pleno funcionamiento. Según volamos lo recogemos todo -el nombre de las personas, sus relaciones, que paran en un hotel en Roulettenburg, que Polina está enredada en una intriga con el marqués de Grieux-, pero ¡qué asuntos tan poco importantes son éstos comparados con el alma! Es el alma lo que cuenta, sus pasiones, sus tumultos, su asombrosa mezcla de hermosura y vileza. Y de pronto nuestras voces se levantan en estallidos de risa o si nos sacude el más violento de los sollozos ¿habrá algo más natural? Apenas merece comentario. El ritmo al cual vivimos es tan tremendo, que de nuestras ruedas brotan chispas según huimos. Además, cuando así aumenta la velocidad y se ven los elementos del alma, aunque no separados en escenas de humor y escenas de pasión, según los conciben nuestras mentes inglesas más lentas, sino veteados, revueltos, confundidos inextricablemente, revelándose así un panorama nuevo de la mente humana. Las viejas divisiones se funden entre sí. Los hombres son a la vez villanos y santos, sus actos bellos y despreciables a la vez. Amamos y odiamos al mismo tiempo. Nada hay de esa división precisa entre bien y mal a la que estamos acostumbrados. A menudo, aquellos por quienes sentimos mayor afecto son los criminales mayores y los pecadores más abyectos nos llevan a la admiración más fuerte, así como al amor.
Impulsado a la cresta de las olas, impelido contra y apaleado en las piedras del fondo, al lector inglés le resulta difícil sentirse cómodo. Le han invertido el proceso al que se acostumbró en su propia literatura. Si deseamos contar la historia de los amoríos de un general (y en primer lugar nos resultaría muy difícil no reírnos de él), habremos de empezar por su casa; debemos hacer sólido su entorno. Sólo cuando todo está listo intentaremos atender al propio general. Además, en Inglaterra gobierna la tetera y no el samovar; el tiempo está limitado; el espacio apeñuscado; se hace sentir la influencia de otros puntos de vista, de otros libros, incluso de otras épocas. La sociedad está dividida en la clase baja, la media y la alta, cada una dueña de su tradición, de sus modales y, hasta cierto grado, de su propio lenguaje. Lo quiera o no, el novelista inglés sufre la presión constante de reconocer esas barreras y, en consecuencia, se le impone un orden y algún tipo de forma, se inclina por la sátira más que por la compasión, por el escrutinio de la sociedad más que por el entendimiento de los individuos en sí.
Ninguna de esas restricciones se impusieron a Dostoievsky. Le es igual que usted sea noble o persona sencilla, un vagabundo o una gran dama. No importa quién sea, es la vasija de ese líquido perplejo, de esa materia nubosa, espumosa, preciosa, llamada alma. El alma no está restringida por barreras. Se derrama, fluye, se mezcla al alma de otros. La sencilla historia de un oficinista de banco incapaz de pagar una botella de vino se desparrama, antes de que sepamos lo que está ocurriendo, hacia la vida del suegro y de sus cinco amantes, a las que trata abominablemente el suegro, y hacia la vida del cartero, y de la sirvienta, y de las princesas que se alojan en el mismo conjunto de pisos, pues nada es ajeno a la provincia de Dostoievsky, y cuando se siente cansado no para, sino que sigue adelante. No puede detenerse. El alma humana se derrumba sobre nosotros caliente, escaldadora, mezclada, maravillosa, terrible, opresiva.
Queda el mayor de todos los novelistas, pues ¿de qué otro modo llamar al autor de La guerra y la paz? ¿También Tolstói nos resultará ajeno, difícil, extranjero? ¿Hay en su ángulo de visión alguna rareza que, al menos hasta habernos vuelto discípulos y por tanto haber perdido nuestra orientación, nos mantenga a distancia, llenos de sospecha y perplejidad? En todo caso, desde sus primeras palabras estamos seguros de una cosa: He aquí un hombre que ve lo que vemos, que además procede como estamos acostumbrados a proceder, no del interior al exterior sino del exterior al interior. Hay un mundo en el cual a las ocho de la mañana se escucha el llamado del cartero y las personas se van a la cama entre las diez y las once. He aquí un hombre que, además, no es un salvaje, no es un hijo de la naturaleza; está educado y ha tenido toda suerte de experiencias. Es uno de esos que nació aristócrata y aprovechó sus privilegios a plenitud. Es metropolitano, no suburbano. Sus sentidos, su intelecto, son agudos, poderosos y están bien nutridos. Hay algo de orgulloso y soberbio en el ataque que una mente y un cuerpo así lanzan sobre la vida. Nada parece escapársele. Nada escapa a su vista sin ser registrado. Por tanto, nadie puede transmitir como él la excitación del deporte, la belleza de los caballos y toda el hambre fiera por el mundo de los sentidos que posee un joven fuerte. Toda ramita, toda pluma se pega a su imán. Nota el azul o el rojo del blusón de un niño, el modo en que un caballo mueve la cola, el sonido de una tos, las acciones de un hombre que intenta meter las manos en unos bolsillos que han sido cosidos. Y lo que informa su ojo infalible sobre una tos o los trucos de unas manos, su cerebro infalible lo une a algo oculto en el carácter de la gente, de modo que la conocemos no sólo por el modo en el que ama y sus puntos de vista políticos y la inmortalidad del alma, sino también por el modo en que estornuda y se atraganta. Incluso tratándose de una traducción, sentimos que nos han puesto en la cima de una montaña con un telescopio en las manos. Todo es asombrosamente claro y absolutamente nítido. Pero entonces, de pronto, justo cuando exultamos, respirando hondo, sintiéndonos a la vez fortalecidos y purificados, algún detalle -tal vez la cabeza de un hombre- nos llega, de modo alarmante, desde el cuadro, como si expulsado de allí por la intensidad misma de la vida que tiene. “De pronto, me sucedió una cosa extraña: primero dejé de ver lo que me rodeaba, luego su rostro pareció desvanecerse hasta sólo quedar los ojos, a continuación los ojos parecían estar en mi propia cabeza y luego todo se volvió confuso; nada podía captar y me vi forzado a cerrar los ojos, para librarme de esa sensación de placer y miedo que su mirada producía en mí…”
Una y otra vez compartimos los sentimientos de Masha en Felicidad conyugal. Cerramos los ojos para escapar a la sensación de placer y miedo. A menudo es el placer el que está en primer plano. En esa misma historia hay dos descripciones, una la de una chica que de noche camina por un jardín con su amado, otra la de una pareja recién casada jugueteando por su sala, que de tal manera transmiten la sensación de felicidad intensa que cerramos el libro para sentirnos mejor. Pero siempre se da un elemento de miedo que, así ocurre con Masha, nos hace desear huir de la mirada puesta por Tolstói en nosotros. ¿Surgirá de esa sensación, que en la vida real pudiera acosarnos, de que tal felicidad, tal y como él la describe, es demasiado intensa para durar, que estamos al borde del desastre? ¿O no será que la intensidad misma de nuestro placer es un tanto cuestionable, forzándonos a preguntarnos, junto con Pozdnishev en La Sonata Kreutzer “¿para qué vivir?” La vida domina a Tolstói tal como el alma domina a Dostoievsky. En el centro de todos los pétalos brillantes y centelladores de la flor siempre se encuentra este escorpión: “¿Para qué vivir?” Siempre, en el centro del libro, hay algún Olenin o Pierre o Levin que reúne en sí toda la experiencia, le da vuelta al mundo en los dedos y nunca deja de preguntar, incluso cuando lo está gozando: cuál es el significado de esto y cuáles debieran ser nuestras metas. No se trata del sacerdote que fragmenta de modo tan efectivo nuestros deseos; es el hombre que los ha conocido y los ha amado. Cuando se mofa de ellos, el mundo se vuelve polvo y cenizas bajo nuestros pies. De esta manera, el miedo se mezcla a nuestro placer. De los tres grandes escritores rusos, es Tolstói el que más nos sojuzga y más nos repele.
Pero la mente toma sus inclinaciones del lugar donde nace y, no hay duda, cuando tropieza con una literatura tan ajena como la rusa, huye por una tangente muy alejada de la verdad.