Por Rodrigo Fresán
1. Avisar a mujer e hijo que uno sale de viaje y que no sabe exactamente cuándo regresará. Pero que -en cualquier caso y por cualquier cosa- estará siempre en otro planeta cercano, en la lejanísima habitación de al lado. Y que no hay problema alguno en ser interrumpido. Quiéreles mucho, te quieren mucho.
2. Asegurarse -droga dura pero líquida- de que hay (latas, de ser posible) acopio suficiente de Coca-Cola. Hay. Tener, además, título: el título es como el ancla descendente de la novela o el garfio al final de la soga con la que se escala. Además, tener título es indispensable a la hora de responder qué es lo que se está escribiendo. Ayuda, también, tener primera y última frase. Recitarlas una y otra vez hasta creérselas frente al espejo del baño, en noches de tormenta. Last but not least: busca y encuentra un buen editor al que respetes y que te respete. Si ya lo tienes, cuídalo mucho: no abundan, y están en extinción. WARNING: todo lo dicho acerca de los editores es igualmente aplicable a los lectores.
3. Volver a preguntarse qué es o qué debe ser una novela. Preguntarse si alguna vez se escribió una novela-novela. Responderse que sí, una vez. Se titula Esperanto pero surgió toda de un sueño, como si se la dictasen, y la terminó -sin esfuerzo ni duda alguna- en apenas una semana, a razón de un capítulo al día. Cada uno de los siete capítulos (más una coda-ritornello) lleva el nombre de un día de la semana y punto y final. Pero a día de hoy (y, seguro, por siempre) aún le cuesta pensar o creerse o convencerse de que esa novela -la más rigurosa estructuralmente entre las suyas, su novela más novela– la escribió él y no le fue, apenas, concedida por algún poder misterioso.
4. Rezar y desear y cruzar los dedos para que vuelva a sucederle lo que cuenta en el punto tres de este decálogo. No, no solo no volverá a sucederle NUCA sino que, desde entonces, nada es gratis y todo don tiene su cláusula en letra pequeña, cada vez le cuesta más escribir, cada vez escribe más despacio, cada vez piensa más lento y -al menos eso espera- más profundamente. Tan profundamente que suele casi ahogarse una vez al día. A propós, párrafo del libro que casi esta terminado en estos días siendo casi la palabra clave y operativa: “La Chica añade: Además pega muy bien con eso que él decía sobre el modo en que cambió su método de escritura y su estilo. Eso de que al principio, cuando empezó a escribir, se limitaba a esperar a que las ideas le llegasen ya formadas, como pasajeros, en la punta del muelle; y luego, más adelante, la dificultad y desafío y duda de tener que ir a buscarlas mar adentro y de alquilar un bote y remar y ponerse el traje de buzo y descender a arrancarlas a las profundidades como restos de un naufragio para armar, ¿no?”.
5. Aguantar la respiración todo lo que se pueda ahí abajo. Tener claro que, con el paso de los años, uno ya no es el que era y flota distinto y nada estilos a menudo no aceptados o comprendidos por guardavidas y socorristas y salvavidas. Sí, de acuerdo, de lejos puede parecer que uno agita desesperadamente los brazos y pide ser rescatado. Pero en realidad está nadando, flotando, escribiendo.
6. Releer abundantes notas y convulsos diagramas con flechas en libretas que -como lo que se escribe al costado de los sueños- no tiene gran sentido pero sí, seguro, su razón de ser y de estar. Como piezas de un puzzlegigantesco que viene dentro de una caja sin imagen de modelo terminado.
7. Establecer qué música se escuchará mientras tanto. Dos clásicos inamovibles: las Variaciones Goldberg en la segunda y última y crepuscular versión de Glenn Gould y Wish You Were Here de Pink Floyd.
8. Coger una agenda o planner y prometerse imposibles números de páginas por día y absurdos plazos de entrega del manuscrito a modificar con excusas de lo más creativas y originales. Nota (im)pertinente: incluyendo a los Diez Mandamientos, nunca has tenido fe en la aplicación, utilidad y funcionamiento de los muchos decálogos literarios que andan dando vueltas por ahí. Y mucho menos -jerarcas vaticanos y popes de la novela incluidos- en aquellos que los enumeran con cadencia de liturgia y credo, como si prestasen un gran servicio a la humanidad toda. (Excepción hecha del muy gracioso Kurt Vonnegut, quien se ríe del todo el asunto con absoluta seriedad.
Pero la eventual redacción de un decálogo te parece, ahora mismo, además del dinero que recibirás por ello, una excelente punto de fuga (hasta que, casi enseguida, vuelvan a atraparte) para evadirte sin culpa y con la coartada de haber aceptado el encargo de subir y bajar con las tablas fuera de la ley de este decálogo acerca de cómo iluminar aquello en lo que te encuentras siempre a oscuras y diciéndote que uno nuca es el Dios de su propia obra sino, apenas, el más imperfecto e imperdonable de los pecadores.
9. Mirar mucho por la ventana como si, desde el horizonte (donde toda esa gente actualiza sus perfiles en Facebook, twitea su vida y descarga libros que jamás leerá pero que necesita para justificar la compra de su ebook) fuese a llegar algo salvador mientras se repite una y otra vez, como mantra y consuelo, pero tan triste, eso de “El siglo XIX, la Edad Dorada de la Novela, ya pasó y nunca volverá”. Lo que no implica el no retirarle el saludo a todo aquel que, de tanto en tanto, asoma la cabeza para, con modales de notario zombi, firmar el acta de defunción del género, teorizar sobre “la muerte de la novela”, etc.
10. Convencerse de que esta vez va a ser la mejor de todas, de verdad, en serio, por favor, ¿sí?
Fuente: El Confidencial