Ya que no en la arquitectura exterior de sus viviendas, sobresalen los ingleses en el decorado interior. Los italianos, apenas si alguna noción tienen de él, salvo en lo tocante a mármoles y colores. En Francia, meliora probant, deteriora sequuntur (1); los franceses son una raza muy inestable para fomentar este talento doméstico, del que no obstante tienen una delicadísima inteligencia, o por lo menos el sentido elemental y justo. Los chinos, y, en general, los pueblos orientales, tienen una imaginación ardiente, pero mal empleada. Los escoceses son demasiado pobres como decoradores. Los holandeses puede que tengan una vaga idea de que no se hace una cortina con retazos (2). En España son todo cortinas -una nación que se parece por las colgaduras (3). Los rusos no amueblan sus casas. Los hotentotes y los kickapues siguen en esto su senda natural. Únicamente los yanquis van contra el sentido común.
No es difícil comprender la razón de esto. No tenemos aristocracia de sangre, y habiendo, por lo tanto -cosa natural e inevitable- fabricado para nuestro uso particular una aristocracia de dólares, la ostentación de la riqueza ha tenido que ocupar aquí el puesto y llenar las funciones del lujo nobiliario en los países monárquicos. Por una transición, fácil de comprender e igualmente fácil de prever, nos hemos visto conducidos a ahogar en la mera ostentación todas las nociones de buen gusto que pudiéramos poseer.
Hablemos en un modo menos abstracto. En Inglaterra, por ejemplo, la pura ostentación de un mobiliario costoso sería menos adecuado que entre nosotros para crear una idea de belleza, con respecto a este punto, o al buen gusto natural del propietario; y esto, en primer término, por la razón de que la riqueza como no constituye de por sí la nobleza, no es en Inglaterra el objeto más elevado de la ambición; y, en segundo lugar, porque como allí la nobleza de sangre se contiene en los estrictos límites del buen gusto, lejos de afectarla, rehúye esa mera suntuosidad, a la que una emulación de advenedizo puede llegar a veces con éxito. El pueblo imita a los nobles, y el resultado es una difusión general del sentido justo. Pero, en América, como la moneda contante y sonante es el único blasón de la aristocracia, la ostentación de esta moneda puede considerarse, generalmente, como el único medio de distinción aristocrática; y el populacho, que siempre busca en lo alto sus modelos, llega insensiblemente a confundir las dos ideas, totalmente distintas, de suntuosidad y de belleza. En una palabra: el costo de un artículo de mobiliario ha concluido por ser, entre nosotros, el criterio mismo de su mérito, desde el punto de vista decorativo; y este criterio, luego de adoptado, ha abierto el camino a una multitud de errores análogos, cuyo origen puede fácilmente descubrirse, remontándose hasta la principal majadería primordial.
Nada puede haber que más directamente hiera los ojos de un artista, que el arreglo interior de lo que en los Estados Unidos -es decir, en Appallacha- (4) se llama un departamento bien amueblado. Su defecto más corriente es la falta de armonía. Hablamos de la armonía de un aposento, como hablaríamos de la armonía de un cuadro; porque ambos, el aposento y el cuadro, se hallan igualmente sometidos a los indefectibles principios que rigen todas las variedades del arte; y puede decirse que, con escasa diferencia, las leyes, según las cuales juzgamos las condiciones principales de un cuadro bastan para apreciar el arreglo de una habitación.
A veces hay ocasión de observar una falta de armonía en el carácter de las diversas piezas del mobiliario; pero lo más frecuente es que resalte este defecto en los colores, o en los modos de adaptación a su uso natural. Con mucha frecuencia, ofende la vista su arreglo antiartístico. O preponderan demasiado visiblemente las líneas rectas, y se continúan demasiado sin interrupción o se cortan demasiado bruscamente en ángulo recto. Si median las líneas curvas, se repiten con uniformidad desagradable. Una precisión extremada malogra por completo el hermoso aspecto de una habitación.
Raras veces se hallan bien colocadas las cortinas o responden acertadamente al resto del decorado. Con un mobiliario completo y racional, las cortinas están fuera de su sitio, y un vasto volumen de paños, de cualquier clase que sean y en cualesquiera circunstancias, es inconcebible con el buen gusto, pues la cantidad conveniente, así como la adaptación conveniente, dependen del carácter del efecto natural.
El punto de las alfombras es mejor comprendido en estos últimos tiempos que antaño; pero frecuentemente se comete errores en la elección de sus dibujos y colores. La alfombra es el alma de la habitación. De la alfombra han de deducirse no sólo los colores, sino también las formas de todos los objetos que sobre ella descansan. A un juez de Derecho consuetudinario se le consiente que sea un hombre vulgar; un buen juez en alfombras ha de ser un hombre de genio. Sin embargo, hemos oído discutir de alfombras, con la traza de un mouton que piensa a más de un mocetón incapaz de recortarse él sólo sus patillas. Todo el mundo sabe que una alfombra grande puede tener el dibujo grande, y que una pequeña ha de tenerlo pequeño; pero no consiste en eso, entiéndase bien, el fondo del asunto. Por lo que hace relación al tejido, la alfombra de Sajonia es la única admisible. La alfombra de Bruselas es el pretérito pluscuamperfecto del estilo, y la de Turquía el buen gusto en su agonía definitiva.
Con respecto al dibujo, una alfombra no ha de estar pintarrajeada, peripuesta como un indio riccaree: cubo de yeso rojo y ocre amarillo y engalanado con plumas de gallo. Para decirlo de una vez, en el caso de que se trata, son leyes inviolables, los fondos visibles con dibujos llamativos, circulares o cicloides, pero sin significado alguno. La abominación de las flores o de las imágenes de objetos familiares de toda índole debería ser excluida de los confines de la cristiandad. En una palabra, trátese de alfombras, cortinas, tapices o telas para divanes, todo artículo de esta clase ha de ser ornamentado de una manera estrictamente arabesca. Con respecto a esas antiguas alfombras, que aun se suele encontrar en las habitaciones del vulgo, esas alfombras en que campean e irradian dibujos enormes, separados por franjas que brillan con todos los colores del arco iris, y por entre las cuales es imposible distinguir un fondo cualquiera, no son otra cosa que una malvada intención de lisonjeadores del siglo y de seres apasionados por el dinero, hijos de Baal y admiradores de Mammon, especies de Benthams que, para evitarse cavilaciones y ahorrar imaginación, han empezado por inventar el bárbaro caleidoscopio, y terminado por constituir compañías anónimas para moverlo por el vapor.
El relumbrón es la principal herejía de la filosofía norteamericana del mobiliario, herejía que nace, como fácilmente se comprenderá, de esa perversión del gusto de que hablábamos hace poco. Nos volvemos locos por el gas y el vidrio. El gas es completamente inadmisible en la casa. Su luz, vibrante y cruda, ofende la vista. Todo el que tenga cerebro y ojos, se negará a emplearla. Una luz suave, lo que los artistas llaman una luz fría, al dar naturalmente sombras cálidas, sienta a maravilla, aun en un aposento imperfectamente amueblado. Nunca hubo invento más encantador que el de la lámpara astral. Hablamos, entiéndase bien, de la lámpara astral, propiamente dicha, de la lámpara de Argand, con su primitiva pantalla de cristal pulimentado y liso, y su fulgor de claro de luna, uniforme y templado. La pantalla de vidrio tallado es un triste invento del demonio. La prisa que nos hemos dado en adoptarla, primero por su brillo y sobre todo porque es más costosa, es un buen comentario a la proposición que emitimos al principio. Podemos afirmar que todo aquel que emplea premeditadamente la pantalla de vidrio tallado está radicalmente privado de gusto o es un ciego servidor de los caprichos de la moda. La luz que emana de una de estas vanidosas abominaciones es desigual, quebrada y dolorosa. Basta por sí sola para malograr una multitud de buenos efectos en un mobiliario sometido a su detestable influjo. Es un mal de ojo que destruye especialmente más de la mitad del encanto de la belleza femenina.
En punto a vidrios, partimos generalmente de falsos principios. El carácter principal del vidrio es su brillantez, ¡y qué mundo de cosas detestables no expresa ya por sí sola esta palabra! Las luces temblorosas, inquietas, pueden ser a veces agradables -siempre lo son para los niños y los tontos-; pero, en el decorado de un aposento, se han de evitar escrupulosamente. Diré más: hasta las luces constantes, cuando son demasiado vivas, se hacen inadmisibles. Esas enormes e insensatas lámparas de vidrio tallado en facetas, alumbradas por gas y sin pantalla, que cuelgan en nuestros salones más a la moda, pueden citarse como la quinta esencia del mal gusto y el superlativo de la locura.
La pasión por lo brillante -como ya hicimos notar esta idea se ha confundido con la de magnificencia general- nos ha conducido también al exagerado empleo de los espejos. Recubrimos las paredes de nuestras habitaciones con grandes espejos ingleses y nos imaginamos haber hecho con ello algo muy hermoso. Ahora bien: la más ligera reflexión bastaría para convencer a todo el que tenga ojos, del detestable efecto que produce la abundancia de espejos, especialmente de los más grandes. Prescindiendo de su potencia reflexiva, el espejo presenta una superficie continua, plana, incolora, monótona, una cosa siempre y a todas luces desagradable. Considerado como reflector, contribuye poderosamente a producir una monstruosa y odiosa uniformidad y el mal resulta aquí agravado no sólo en proporción directa del medio, sino también en una proporción constantemente creciente. En efecto, una habitación con cuatro o cinco espejos distribuidos a tontas y a locas, es, desde el punto de vista artístico, una habitación sin forma. Si a este defecto añadimos la repercusión del cabrillee, obtendremos un perfecto caos de efectos discordantes y desagradables. El rústico más ignorante, al entrar en un aposento, decorado de esa suerte, sentirá inmediatamente que hay allí algo absurdo, aunque le sea completamente imposible dar la razón de su malestar. Supóngase que llevamos al mismo individuo a un aposento amueblado con gusto; inmediatamente prorrumpirá en una exclamación de placer y de asombro.
Es una desgracia nacida de nuestras instituciones republicanas el que aquí, el hombre que posee una gran bolsa, no tenga por lo general sino un alma pequeñísima que meter en ella. La corrupción del gusto forma parte de la industria de los dólares y hace juego con ella. A medida que nos hacemos ricos, enmohecen nuestras ideas. Por lo tanto, no es en nuestra aristocracia -y todavía menos en Appalachia- donde habremos de buscar la alta espiritualidad del boudoir inglés. Pero hemos visto en el trato con norteamericanos recién enriquecidos salones que, al menos por su mérito negativo, podrían rivalizar con los refinados gabinetes de nuestros amigos de ultramar. En este mismo instante, tenemos presente a la vista de nuestro espíritu una pequeña habitación sin pretensiones, en cuyo decorado nada hay que censurar. El dueño está tumbado en un sofá; hace fresco; es cerca de medianoche: tracemos un croquis de la habitación mientras su dueño dormita.
El aposento es de forma oblonga -unos treinta pies de largo por veinticinco de ancho-; es la forma que mayores facilidades ofrece para el arreglo del mobiliario. Tiene sólo una puerta, nada ancha, colocada en medio de los extremos del paralelogramo y dos ventanas colocadas en el otro extremo. Estas últimas son anchas, bajan hasta el suelo, dejando un vano bastante amplio y dan a una veranda italiana. Sus marcos son de vidrio color de púrpura y encajan en un bastidor de palisandro, más macizo de lo que se acostumbra. Van guarnecidas, por el interior del vano, de visillos de un tupido tissu de plata ajustado a la forma de la ventana y que cae libremente en pliegues menudos. Fuera del vano cuelgan cortinas de seda carmesí, excesivamente rica, con cenefas de ancha malla de oro y reforzadas del mismo tissu de plata de que está formado el visillo exterior. No hay galerías; pero todos los pliegues del paño -que son más finos que macizos y tienen así una traza de ligereza- salen de debajo de un entablamento dorado, de rica labor, que da vuelta a toda la habitación en el punto de unión del cielo raso y las paredes. Las cortinas se corren y descorren por medio de un grueso cordón de oro que las ciñe como al descuido y se recoge fácilmente en un nudo; no se ven varillas ni mecanismo alguno. Los colores de las cortinas y sus cenefas, el carmesí y el oro, se muestran profusamente por doquiera y determinan el carácter de la estancia. La alfombra, un tejido de Sajonia, de pulgada y media de espesor y su fondo, también carmesí, se halla realzado sencillamente por una cenefa de oro, análogo al cordón que ciñe las cortinas, resaltando ligeramente sobre el fondo y dando vueltas a través para formar una serie de curvas bruscas e irregulares, de las cuales unas pasan de tiempo en tiempo por debajo de otras. Las paredes están revestidas de papel satinado, color de plata, tachonado de menudos dibujos arabescos del mismo color carmesí dominante, pero un tanto apagado. Muchos cuadros cortan aquí y allá el empapelado en toda su extensión. Son en su mayoría paisajes de pura imaginación, como Las grutas de las hadas, de Stanfield o El estanque lúgubre, de Chapman. Hay, sin embargo, tres o cuatro bustos de mujer, de una belleza etérea -retratos a la manera de Sully. Todos estos retratos son de tonos cálidos, pero sombríos. No contienen lo que se llama efectos brillantes. De todos ellos emana un sentimiento de sosiego. Todos son de grandes dimensiones. Los cuadros demasiado pequeños dan a una habitación ese aspecto de lunares, que es el defecto de más de una hermosa obra de arte fastidiosamente retocada. Los marcos son anchos, pero poco profundos, de rica talla, pero ni son mates ni calados. Tienen todos la brillantez del oro bruñido. Descansan de lleno en las paredes y no están suspendidos de cordones para que queden colgando. Es verdad que los cuadros ganan mucho en esta posición, pero a menudo estropean el aspecto general de un aposento. No se advierte más que un espejo, que, además, no es muy grande. Su forma es casi circular y está colgado de suerte que su dueño no puede ver reflejada en él su imagen desde ninguno de los principales asientos de la habitación. Dos amplios sofás, muy bajos, de madera de palisandro, forrados en seda carmesí brocada de oro, son los únicos asientos, aparte dos confidentes también de palisandro. Hay un piano (de palisandro) sin funda y abierto. Una mesa octogonal, toda del mármol más hermoso, incrustada de oro, se halla colocada cerca de uno de los sofás. Tampoco esta mesa tiene tapete; con respecto a telas, han parecido suficientes las cortinas. Cuatro grandes y magníficos floreros de Sévres, en los que abre una profusión de flores tan olorosas como brillantes, ocupan los demás rincones, levemente redondeados, de la habitación. Un candelabro alto, que sostiene una lamparilla antigua, llena de aceite muy perfumado, se eleva junto a la cabeza de mi dormido amigo. Algunas vitrinas, ligeras y graciosas, de cantos dorados y suspendidas por cordoncillos de seda carmesí con bellotas de oro, sustentan dos o trescientos volúmenes, magníficamente encuadernados. Fuera de esto no hay otros muebles, salvo una lámpara de Argand con un sencillo globo de vidrio pulimentado, color de púrpura, que, por medio de una sola cadenilla de oro, se halla colgado del cielo raso, abovedado y muy alto, y esparce sobre todas las cosas una luz a la vez sencilla y mágica.
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Notas:
1) Adaptación de un verso de Ovidio, Video meliora proboque deteriora sequor, cuya traducción literal es: Veo lo mejor y lo apruebo, mas sigo lo peor. (N. del T ).
2) Hay aquí un juego de palabras. Cabbage quiere decir al mismo tiempo col y retal. (N. del T ).
3) Juego de palabras: hang tiene el doble sentido de colgar y tapizar: hangman, significa verdugo. (N. del T.).
4) Nombre de una tribu india de la América del Norte, que el autor aplica satíricamente a los Estados Unidos. (N. del T ).
Fuente: Poe, E.A., Ensayos, Claridad, Buenos Aires, 2006.