Por Isaac Rosa
1.-Lenguaje: no es la herramienta del escritor. Es más bien un terreno de juego. O un campo de batalla. En el que llevamos las de perder. El lenguaje hegemónico se impone con nuestro descuido, cargado de significados que tal vez no deseábamos. Si no te acercas a él con tensión, con desconfianza, al final solo reproduces ese lenguaje. Que siempre es el del poder. Crees que el lenguaje te sirve, y acabas sirviendo tú al lenguaje. (Y lo dice alguien que más de una vez ha sido siervo cuando creía ser señor).
2.-Tiempo: la materia prima de toda narración es el tiempo. Y no hablamos de cronología, ni de cuidar que al lunes le siga el martes. El tiempo es el que da densidad a lo narrado, lo dilata o contrae, lo deforma, lo hace vivo. El tiempo narrativo, ajeno a las leyes físicas habituales, un territorio cuyas dimensiones y leyes decides tú. (Y lo dice alguien que todavía a veces confunde el tiempo narrativo con el cronológico).
3.-Voz: quién cuenta. Desde dónde cuenta. Encontrar el punto de vista, y el tono de esa voz, es tener ya media novela. No acertar en encontrarlo garantiza el fracaso. (Y lo dice alguien que ha vuelto a la casilla de salida varias veces por ese motivo).
4.-Ritmo: el de la escritura, que será el de la lectura. En las mejores novelas, hasta la escritura de apariencia más plana se sostiene sobre un ritmo cuidado. La prueba de la lectura en voz alta sigue siendo válida. (Y lo dice alguien que tiene decenas de páginas que no resisten esa prueba).
5.-Diálogos: cuántas buenas historias se malogran por un torpe uso del diálogo. Los personajes no dicen en los diálogos, no más que con sus acciones. Cuando hablan sabemos de ellos, más que de lo que cuentan. El buen diálogo caracteriza. El mal diálogo es meramente informativo. En lo más bajo están esas conversaciones de dos personajes que hablan para que el lector les oiga. (Y lo dice alguien que recuerda con sonrojo algún diálogo propio).
6.-Itinerario: dónde vas. Desde dónde. No hace falta una hoja de ruta minuciosa, pero es fundamental marcar la casilla de inicio, la de llegada, algunas estaciones intermedias. Desconfía de los autores que aseguran que el personaje se rebela y anda solo. Es mentira, nunca sale bien. (Y lo dice alguien que, pese a llevar mapa, ha elegido la deriva alguna vez y ha acabado perdido).
7.-Lector: está ahí, al otro lado de la página. Hay que tener en cuenta su presencia. Y más importante: asumir que él también sabe que nosotros estamos a este lado. A partir de ahí, no hay relación en plano de igualdad, imposible, ni intentarlo. Pero hay que contar con él. Saber que tiene expectativas, que nunca lee desde cero, en blanco, que se ha educado en una forma de lectura donde a ciertas acciones siempre le siguen ciertas consecuencias. Hay que decidir qué hacer con esas expectativas, si satisfacerlas, demorarlas o traicionarlas. Las tres opciones son válidas, siempre que se haga con honestidad. (Y lo dice alguien que no está seguro de haber sido honesto en todos los casos).
8.-Lector (2): cuidado con la seducción. La tentación siempre es conquistar al lector por la vía más rápida. Seducirlo. Y es tan fácil a veces, cómo resistirse a ello. Algo peor a que el lector se sienta tratado como un tonto: que se sienta tratado como un listo. Que descubra que tratamos de seducirlo intelectualmente: que escribimos con claves que funcionan como miguitas de pan para que las vaya recogiendo y al masticarlas sienta: “qué listo soy”. Si al final descubre el truco, se acabó. (Y lo dice alguien que no siempre se ha resistido a seducir al más débil).
9.-Ironía: la figura triunfante de nuestro tiempo. La más atractiva, la mejor acogida, la distintiva de tantos autores. Pero también la más peligrosa, la peor manejada, la peor entendida. Antes de usar la ironía, lee este brillante texto de Constantino Bértolo: (Y lo dice alguien que más de una vez ha abusado de ella).
10.-Leer/Releer: hay que leer a los clásicos, para saber que pertenecemos a una tradición, para elegir a qué rama del árbol vincularnos, y para no caer en el adanismo. Hay que leer a los contemporáneos, para saber que escribimos en nuestro tiempo y para nuestro tiempo, y confrontar con ellos. Hay que leer a Virginia Woolf. Hay que releer lo escrito, una y otra vez. En la relectura y reescritura está la otra mitad de la novela (la primera mitad, recordamos, era la voz). Y eso de dejar unos días, semanas, meses, y volver a releer, es cierto, funciona. ¿Dije ya que hay que leer a Virginia Woolf? (Y lo dice alguien que ha leído a Woolf, sí, pero).
Y un último consejo, el once, aunque rompa la redondez del decálogo: pasear. Andar con el libro en la cabeza. Las novelas hay que pasearlas durante horas, durante kilómetros. Pasearlas ayuda a enfrentar el lenguaje, manejar el tiempo, encontrar la voz, dotar de ritmo a la prosa, eludir los diálogos innecesarios, decidir el itinerario a seguir, respetar al lector, manipular con cuidado la ironía. (Y lo dice alguien que, ahora sí, ha paseado mucho cada novela).
Fuente: El Confidencial