Por Margarita Omelchuk
Siguiendo su preocupación estética y política por los desposeídos, Aki Kaurismäki (1957), director, guionista y productor finlandés, retrata en El otro lado de la esperanza (2017) el drama de los refugiados y las dificultades de su integración en Europa. En este caso, el exiliado es un sirio, Khaled, que llega desde la ciudad de Alepo a Finlandia como polizón en un barco luego de haber perdido a su hermana en el largo y penoso derrotero de varias fronteras. Khaled emerge del carbón en el que se esconde sucio y con sus pertenencias en una bolsa, pero consigue un baño público para asearse y se presenta ante la policía finlandesa dispuesto a legalizarse.
La película muestra también otra historia paralela en la ciudad de Helsinki: el drama de un hombre de unos sesenta años, Waldemar, que se separa de su esposa alcohólica y comienza una nueva vida. Después de vender su negocio de ropa, juega todo el dinero al póker y gana, gracias a lo cual compra un restaurante en decadencia al que trata de levantar con ingenio dudoso. Avanzadas las dos historias, Waldemar se cruza con Khaled, quien luego de fracasar en su intento de legalizarse escapa del refugio de inmigrantes para evita la deportación. Waldemar lo emplea clandestinamente en su restaurante, le da un lugar para dormir y se involucra en la búsqueda de su hermana, logrando incluso el ansiado reencuentro. Pero todo se complica cuando Khaled es agredido por una patota de xenófobos, el Ejército de Liberación de Finlandia.
El otro lado de la esperanza propone así una mirada humana y con un toque de humor sobre la fragilidad y las penas de los refugiados sirios, en un país que les es extraño y donde su suerte se juega en el día a día de acuerdo con quién se crucen. De esta manera, Kaurismäki muestra al menos cuatro posturas frente al conflicto de los refugiados. Por un lado, están los grupos ultranacionalistas violentos que los rechazan; por otro, las personas piadosas como Waldemar, que junto a sus tres inefables y variopintos empleados se conmueven con el drama del sirio y lo ayudan, aún a riesgo de ser sancionados. Por supuesto, también aparece el que lucra con la desesperación de los ilegales y los resquicios vulnerables de la seguridad del Registro Civil para venderles documentación ilegal, y por último la cara más importante: el Estado, que intenta controlar el ingreso de quienes huyen desesperado en busca de una mejor vida. Es el Estado el que, en la aplicación de sus fríos protocolos, filtra a quienes considera de manera arbitraria que cumplen los requisitos para una residencia o para la deportación, y que Kaurismäki representa con éxito en la dudosa mirada de la funcionaria encargada de entrevistar a Khaled. ¿Es el Estado esa mirada de ojos claros y escrutadores que investiga a los exiliados? Y si aún así el Estado no logra responder satisfactoriamente a esta grave emergencia humanitaria, ¿cómo debería administrarse el problema de los inmigrantes?
La película plantea estas preguntas como una denuncia contra una Europa que no se termina de hacer cargo del problema, ya que aún en un sistema jurídico supuestamente racional y objetivo los exiliados quedan sujetados nada más que del azar y de su fortaleza personal para afrontarlo. En este caso, el Estado finlandés tiene poco o nada para ofrecerles, y es por eso que Khaled pronto queda en manos de los filántropos y los xenófobos: un caos que define la vida y la muerte nada más que entre las buenas o las malas voluntades. Para oxigenar este drama, Kaurismäki apela al humor de algunos personajes. Es el caso de los dos mozos y el cocinero que se quedan sin sushi en plena inauguración de su nuevo restaurante, o que rescatan a un perro callejero. El otro lado de la esperanza también se construye con diálogos estoicos y escasos, donde las emociones resultan austeras y agridulces.
Escrito en el marco del curso “El arte de narrar nuestras lecturas”, a cargo de Nicolás Mavrakis.