Por Javier Marías
Hay escritores horribles, malos, pasables, buenos y excelentes. Los hay incluso, geniales. Pero también hay otros en los que su calidad es un asunto secundario, aunque sin duda se les reconozca. Son los escritores que crean adicción, o dicho de otra forma, con los que el lector establece una relación más parecida a la del hincha de fútbol con su equipo o a la de la quinceañera con su ídolo musical. De esos autores se lee todo y se quiere siempre más; se atiende y hasta se recorta cuanto se publica sobre ellos, se guardan las entrevistas y las reseñas de sus obras; se compran grabaciones o vídeos si los hay: fácilmente se convierte uno en coleccionista. Estos escritores son rarísimos, más infrecuentes incluso que los geniales, y ya es decir. Y la falta de textos suyos se vive como una privación. Así, cuando mueren -si estaban vivos-, el lector adicto puede sentir algo muy próximo a la desgracia personal, aunque jamás haya visto en persona al difunto.
Para mí, como para mucha otra gente de toda Europa, Thomas Bernhard ha sido el penúltimo escritor de esta índole, muy peligrosa, por cierto, para el lector que a su vez es escritor, pues puede verse irremisiblemente contagiado en su escritura por un influjo tan poderoso como buscado. Más aún en el caso de Bernhard, cuyo estilo es enormemente pegadizo, como una inoculación. Buena prueba de ello es la extraña y lamentable escuela que ha creado en nuestro país, donde desde hace algún tiempo abundan las novelas contaminadas por Bernhard y los novelistas que creen que basta con despotricar de todo y mostrarse coléricos, resentidos y negativistas para hacer buena literatura. Como sucede con Kafka, Joyce o Beckett, lo peor de ellos son los kafkianos, los joyceanos y los beckettianos, su verdadero azote.
Sólo señalaré un rasgo de Bernhard que cada vez he visto más en sus escritos y que precisamente parece pasar inadvertido para la mayoría de los bernhardianos, quienes se lo toman con una solemnidad de espanto y una literalidad propia de párvulos: su sentido del humor. Es más, hoy lo veo como un escritor esencialmente cómico, y que por eso, con ser desolador, no resulta casi nunca deprimente ni sórdido, cosas bien distintas. Basta con saber que gran parte de su autobiografía era falsa -y por tanto dickensiana-, o con leer Trastorno o Maestros antiguos o El malogrado, para sospechar que el ceño de Bernhard no se diferenciaba mucho del que solía fruncir aquel “malo” alto y grandón de las películas de Charlot, aprovechándose de sus disparatadas cejas. Lo que hay en él es sobre todo la desolación de la farsa, o si se prefiere, la farsa de la desolación.
Y como buen adicto, y para no saberme definitivamente privado de Bernhard, aún tengo sin leer su última novela, Extinción, para cuando se me haga en verdad insoportable la necesidad de una generosa dosis.
Fuente: Calle del orco