Por John Gardner
Cuando llevamos leídas cinco palabras de la primera página de una buena novela, nos olvidamos de que estamos leyendo palabras impresas en una página y comenzamos a ver imágenes: un perro husmeando entre cubos de basura, un avión volando en círculo sobre las montañas de Alaska, una señora mayor lamiendo furtivamente su servilleta en una fiesta… Nos deslizamos en un sueño y olvidamos la habitación en que nos encontramos o que es hora de comer o de ir al trabajo. Reproducimos, con mínimos cambios y nimios en su mayor parte, el sueño vívido y continuo que el escritor forjó en su imaginación (revisándolo una y otra vez hasta que consigue plasmarlo con exactitud) y encerró en el lenguaje para que otras personas pudieran abrir su libro y volver a tener ese sueño siempre que quisieran. Si el sueño ha de ser vívido, las señales del lenguaje del escritor –las palabras, los ritmos, las metáforas y demás– han de ser nítidas y suficientes; si son vagas, descuidadas, confusas, o si no bastan para hacemos ver claramente lo que se nos presenta, nuestro sueño será nebuloso, desconcertante, y acabará molestándonos y aburriéndonos. Y si el sueño tiene que ser continuo, tenemos que poder leerlo con atención y no vernos obligados a releer las palabras impresas porque el lenguaje empleado nos distrae.
Así, por ejemplo, si el escritor comete una falta gramatical, el lector deja de pensar en la señora mayor de la fiesta y mira las palabras del texto, para ver si, como parece, la frase es gramaticalmente incorrecta. Si lo es, el lector piensa en el escritor o, posiblemente, en el editor –«¿Cómo es que se les ha escapado una cosa así?»– y no en la señora, cuya historia se ha visto interrumpida.
Generalmente, el escritor que se preocupa más de las palabras que de la historia (personajes, acción, escenario, ambiente) no consigue crear ese sueño vívido y continuo: se estorba demasiado a sí mismo; embriagado de poesía, no distingue el grano de la paja. Así pues, al juzgar la sensibilidad verbal del joven escritor no hay que preguntarse únicamente si la tiene o no, sino también si, quizá, le sobra. Si no la tiene, le esperan dificultades, aunque, como ya he dicho, puede llegar a triunfar igualmente, porque tiene algo más que compensa ese punto débil o porque, cuando se le señala ese punto débil, consigue ponerle remedio. Cuando la sensibilidad verbal del escritor es excesiva, el éxito de éste –si pretende escribir novelas, no poemas– dependerá (1) de que aprenda a preocuparse también de los demás elementos de la ficción y, en bien de éstos, a refrenarse un poco, como un chistoso en un funeral, o (2) de que consiga encontrar a un editor o a unos lectores que, como a él, les interese sobre todo el lenguaje depurado. Tales editores y lectores, espíritus refinados dedicados a un juego exquisito que llamamos ficción porque ampliamos el término hasta límites insospechados, aparecen de vez en cuando.
El escritor interesado principal o exclusivamente en el lenguaje está mal equipado para escribir novelas porque no posee el carácter y la personalidad que se requiere para ello.
Fuente: Gardner, John, Para ser novelista, Fuentetaja, Madrid, 2001.