Por Robert Louis Stevenson
Una obra de arte se concibe primero en la mente de una forma nebulosa; durante el período de gestación se va haciendo cada vez más clara a medida que se distancia de esas nieblas difuminadas, se formula en lineamientos expresivos y va perdiendo de a poco sus defectos. Ese producto incomunicable de la mente humana se convierte en un diseño perfecto.. En la ejecución todo cambia. El artista debe aquí sentarse, ponerse sus ropas de trabajo y convertirse en artesano. Ahora y de manera resuelta traslada su aérea concepción, su delicado Ariel, al terreno de lo material. Debe decidir, casi en un instante, la escala, el estilo, el espíritu y la ejecución particular del plan entero.
La idea inicial de algunas obras pasa por el estilo. Algunos autores están movidos por una preocupación técnica en lugar de por algún principio vital más firme. Pero aquí la ejecución es como un juego, pues el problema estilístico se resuelve antes de la ejecución y se abandona entusiastamente toda originalidad de tratamiento. Así ocurre con los versos, intrincadamente redactados, que hemos aprendido a admirar, con cierta devoción sonriente, en manos de Mr. Lang y Mr. Dobson. Lo mismo pasa con esos cuadros cuya destreza o incluso su refinado estilo plástico terminan por reemplazar una noble concepción de la pintura. Debe señalarse que fue más simple comenzar a escribir Esmond que Vanity Fair pues en el primero el estilo estuvo dictado por la naturaleza de la trama y Thackeray, probablemente un hombre de mente indolente, disfrutó y sacó buen provecho de esta economía de esfuerzos. Pero este caso es excepcional. En general, las obras de arte son concebidas desde adentro hacia afuera y suelen alimentarse de la mente del artista; y el momento en que empieza a ejecutarla se caracteriza por una perplejidad y una tensión extremas. Los artistas de una energía indiferente y una devoción imperfecta hacia su propio ideal realizan este desagradable esfuerzo una vez para siempre. Tras haber concretado un estilo, se adhieren a él durante toda su vida. Pero aquellos con mayores ambiciones no pueden conformarse con un proceso que, de seguir siendo empleado, habrá de degenerar irremediablemente en algo académico o estéril. Toda obra nueva en la que se embarquen es una señal para un compromiso renovado de todas las potencias de su mente y el cambio que sufren sus opiniones con el crecimiento de su experiencia producen alteraciones más amplias en las maneras de su arte. Es por eso que a la crítica le encanta diferenciar los variados períodos de un Rafael, un Shakespeare o un Beethoven.
En ese momento inicial y decisivo cuando comienza la ejecución, y a partir de allí en un grado menor, lo ideal y lo real, al igual que el bien y el mal, luchan por la dirección de la obra. El mármol, la pintura y el lenguaje, la lapicera, el punzón y el pincel tienen todos su propio espesor, sus inefables impotencias, sus horas, si puedo decirlo así, de insubordinación. Es el trabajo y gran parte del placer de todo artista el enfrentarse con estos instrumentos rebeldes valiéndose algunas veces de la energía bruta, otras del ingenio, y dirigirlos para hacerlos cumplir con su voluntad. Dados estos medios, tan graciosamente inadecuados, y dado el interés, la intensidad y la multiplicidad de la sensación concreta cuyo efecto puede concretarse con su ayuda, el artista dispone además de un recurso que debe emplear, en toda situación y más allá de toda teoría. O sea, debe suprimir mucho y omitir más. Debe omitir lo que sea tedioso o irrelevante y suprimir lo que sea tedioso y necesario. Pues, en relación al propósito principal, esta clase de hechos subvierten una serie de objetivos a los que debe prestar atención y no dejar de lado. Y poder entretejerlos es una tarea de la mayor importancia en el arte creativo.