Por José Saramago
Hace unos veinte años –era ya cuadragenario y estaba sumido en una crisis que no me atrevería a llamar existencial por miedo a una palabra tan grave–, escribí un poema en el que se leían estos versos: “el que se calla como yo me he callado / no podrá morir sin haberlo dicho todo”. La amenaza era clara y pasé a los hechos; después, he publicado diecisiete libros. La respuesta que me gustaría dar a por qué escribo es muy simple: porque permanecí mudo durante mucho tiempo. Nada más. En cuanto a la esperanza de ser capaz de decirlo todo, la he ido perdiendo poco a poco en cada libro, y finalmente he comprendido que esta ambición, además de ser humanamente imposible, es también socialmente indeseable. Me limito a decir lo que puedo.
Sin embargo, esta promesa, situada sobre el umbral de una obra que cuenta con algunas miles de páginas, continúa obsesionándome. Me gusta pensar que escribo para hacer retroceder a la muerte, para dilatar el espacio de la vida, algo que, evidentemente, no es original. Pero añadiría que este movimiento se ejerce en mi caso en dos direcciones opuestas: hacia el pasado y hacia el futuro. Voy a intentar explicarme. Sabemos que los libros que uno escribe aspiran a durar en el tiempo, son candidatos a una cierta forma de inmortalidad, sea cual sea su significación. Siempre ha sido así, sean cuales sean las lecciones de modestia y de humildad que el tiempo nos de. Queremos extender el espacio natural de la vida por medio del artificio de la obra. Queremos, como los demiurgos, poblar el mundo futuro de seres que han nacido de nuestro mundo, de seres no de hueso ni de carne, sino de papel, o más exactamente, puesto que el soporte ha dejado de ser indispensable, de palabras. En suma, no queremos morir. Pero este autor, el que escribe estas líneas, va más lejos en su presunción: quiere entrar en el pasado, en cierta manera, corregirlo, y más ambiciosamente aún, completarlo. De un pasado declarado muerto, él quisiera hacer un pasado vivo, hasta el punto de que pudiera ser modificada la relación del hombre con el tiempo, con todo el tiempo, alcanzar un grado de comprensión histórica global que unificaría pasado, presente y futuro, como una amplia curva trazada sobre una tela, continua, ininterrumpida y ofrecida toda ella a la mirada
Probablemente, una tarea tan ardua convendría más a un filósofo que a un novelista. Ahora bien, como para ser filósofo me falta todo, no puedo sino ser novelista. Tengo que añadir: novelista portugués en este Portugal de fin de siglo, tras cincuenta años de régimen represivo y oscurantista. Diría que por el momento no tengo tiempo de ser europeo. Las novelas que escribo, las que espero escribir, pertenecerán a esta tierra, a estas raíces. Me gustaría dar vuelta a las capas profundas de nuestro ser colectivo, traer a la superficie lo que está oculto, expresar lo que somos a escondidas, y para llegar a esta dimensión, utilizar una lengua que convierta en un cuerpo inseparable al autor y al lector, al narrador y al narratario, la ficción y la historia.
Sí, la ficción y la historia, pero no la novela histórica. Quiero decir que ha llegado el momento de escribir la historia de Portugal para escribir la historia de los portugueses, y que la novela puede ser el primer trazo del primer capítulo de esta nueva historia. Es una banalidad decir que fuera de la historia no hay nada. Quizás fuera de la ficción no haya gran cosa.
Fuente: AA.VV., Por qué escribe usted. 200 escritores contemporáneos responden, Fuentetaja, Madrid, 2001.