Por Jon Fosse
“Hay una relación entre el alcohol y la escritura, que se remonta a los griegos. Yo bebía mucho y tuve que dejarlo. Me volvía sentimental, perdía el foco y la agudeza”.
“Al principio de mi adolescencia tocaba la guitarra y el violín, y hacía letras para canciones. Me encantaba escribir porque sentía que entraba en otro lugar, en un refugio donde estar solo y sentirme seguro. Pronto comprendí que no valía para la música. Escribí una primera novela épica muy mala, y a los 20 la segunda. En esta, por motivos que desconozco, ya había desarrollado mi propio lenguaje. Se llamaba Red, Black (rojo, negro), como la de Stendhal, aunque no la había leído. Se publicó y de repente era escritor”.
“Puede que lleve a la página mi bagaje de mal músico. Para mí escribir es escuchar, es un acto más musical que intelectual. En un texto la forma debe ser extremadamente exacta, cada coma, cada cambio está medido para que al leer puedas sentir las olas, un latido, y el cambio de ritmo según avanza la trama. Esta unidad entre forma y contenido es necesaria. Con la escritura ocurre igual que con un ser humano: no se puede separar el alma del cuerpo, un cadáver no es una persona”.
“Cuando escribo no tengo sentimientos desgarradores. Las emociones no son deletreadas, están contenidas. Todo tiene que ver con la forma y con la música. Las personas que imagino son más sonidos o colores, metáforas, que seres humanos. Aun así, hay personajes, no son textos abstractos. Un buen arranque contiene el conjunto de la historia, solo tengo que seguir. Y, cuando lo logro, yo mismo me sorprendo. Alumbré algo nuevo, y eso es lo fascinante: ese rol de creador. Es lo contrario de escribir una sinopsis”.