Por Almudena Grandes
Cuando termino una obra, siento mucha pena. Me hace gracia que a veces en las películas de Hollywood se ven los escritores eufóricos abriendo una botella de champaña y saliendo a la calle a celebrar que han terminado. Yo me siento como si me quedara sin casa, una sensación como de desahucio, porque creo que al escribir, una novela es un poco mi casa, le da sentido a mi vida. Me levanto todas las mañanas, me voy al ordenador y vivo una serie de horas en esa casa. Tengo una vida paralela esperándome en la que me zambullo y mientras escribo llevo adelante dos vidas a la vez. Cuando estoy escribiendo, lo ideal es ni siquiera salir a la calle para poder estar cociéndome en mi cabeza todo el tiempo. Es una sensación de estar en dos partes a la vez. Terminar una obra es esa sensación de estar debajo de un puente.
Soy muy pesada, pesadísima. Releo continuamente, no lo puedo evitar. Creo que incluso me perjudica releer tanto. Me pasa una cosa muy graciosa. Al principio me daba cuenta que me gustaban mucho más los finales de mis novelas que los principios; es que escribo mejor pensaba, hasta que me di cuenta que me aburro porque lo he leído tantas veces. Me gustan los finales porque no me los sé de memoria. Después que termino releo y corrijo mucho, la dejo tres meses en el congelador y luego vuelvo a leer. Sólo después de todo ese proceso la entrego oficialmente. Me cuesta mucho trabajo soltarla.