Por Kurt Vonnegut
Había nacido, evidentemente, para dibujar mejor que la mayoría de la gente, tal y como la viuda Berman y Paul Slazinger habían nacido evidentemente para contar historias mejor de lo que la mayoría de la gente es capaz. Otras personas nacen, evidentemente, para cantar y bailar y explicar las estrellas del cielo o hacer trucos de magia o ser grandes líderes o atletas, etcétera.
Creo que podría retroceder al tiempo en el que la gente tenía que vivir en pequeños grupos emparentados —quizás cincuenta o cien personas como mucho. Y la evolución, o Dios, o lo que sea organizaba las cosas genéticamente para que las pequeñas familias salieran adelante, para animarlas, de modo que todos pudieran tener a alguien que contara historias alrededor de una fogata por la noche, y alguien que pintase dibujos en las paredes de las cuevas, y algún otro que no tuviera miedo de nada, etcétera… [Un] esquema como ese ya no tiene sentido, sencillamente porque un talento del montón se ha devaluado por culpa de la imprenta y la radio y la televisión y los satélites y todo eso. Una persona con un talento normalito, que hace mil años hubiera sido considerada un tesoro para la comunidad, tiene que tirar la toalla e ir hacia otra línea de trabajo, ya que las comunicaciones modernas le ponen en competencia diaria nada menos que con los campeones del mundo.
El planeta entero puede ahora tirar adelante razonablemente bien con quizá una docena de protagonistas absolutos en cada área del talento humano. La persona con un don dentro de la media tiene que conservar su talento bajo llave hasta que, por decirlo de algún modo, él o ella se emborrache en una boda y empiece a bailar claqué sobre la mesita del salón como Fred Astaire o Ginger Rogers. Tenemos un nombre para estas personas. Les llamamos “exhibicionistas”.
¿Cómo reverenciamos a tales exhibicionistas? Les decimos a la mañana siguiente: “¡Uau, sí que estabas borracho anoche!”