Por Cynthia Rimsky
El matrimonio se realizó el jueves pasado, a las nueve de la mañana, en la oficina del registro civil de Ñuñoa. Aunque el oficial repetía el ritual varias veces al día, asumía su papel tan en serio que parecía verdadero. Tras leer los derechos de los cónyuges, pidió a los novios que respondieran a su pregunta con un sí quiero. “En voz fuerte y clara”, agregó. Esta indicación me hizo esperar con expectación la respuesta de mis amigos. Ambos son mayores y cargan una larga historia sentimental. Lo más probable es que este matrimonio termine cuando uno de ellos muera.
Tal vez por eso, el sí que emitieron, con voz fuerte y clara, llevaba implícito el compromiso de acompañar al otro en su muerte. La emoción nos hizo olvidar que el oficial solo estaba representando un papel, sentimos que se trataba de una experiencia verdadera, y, a pesar de que escasamente nos conocíamos, nos dimos un sentido abrazo y todos apretamos la mano del oficial, agradeciéndole como al capitán de un barco, habernos llevado a puerto.
La pequeña recepción transcurrió en el salón de eventos de un edificio de Ñuñoa, en el que los novios compraron un pequeño departamento, a quince años. Recuerdo el susto que pasaron después del terremoto, cuando descubrieron que el edificio -aún en construcción- presentaba daños; los trámites que tuvieron que hacer para que les devolvieran el dinero; el porcentaje que aceptaron perder para no perderlo todo; el alivio de encontrar otro departamento y no comenzar la vida común entre grietas.
El novio y su hermano, músicos aficionados, tocaron en guitarra y charango la canción con la que se enamoraron; ella tiró un ramito de flores, él un guante, y cada uno de nosotros formuló un brindis. Todos éramos cómplices de ese amor clandestino, pues a pesar de que ninguna prohibición escrita impide que dos colegas sostengan una relación sentimental, si las autoridades se enteran, generalmente uno es despedido y al otro se le impide ascender; esa doble moral de la que tanto se habla y que tan poco varía en este país, acentuó nuestro favoritismo hacia esta pareja que a los cincuenta y a los sesenta años –respectivamente– se comprometían a apretar la mano del otro a la hora de su muerte.
Así como ese jueves fui al registro civil, este jueves me tocó ir a una iglesia en la que velaban a la pareja de una amiga, que murió repentinamente de una falla cardiaca. Ellos también se juntaron ya maduros, después de varias historias sentimentales previas. Se conocieron en mi casa. Una hija de él conocía a mi amiga y varias veces intentó presentarlos porque, según ella, hacían una buena pareja, pero él vivía en Punitaqui. Cuando mi amiga fue a verme a una casa que yo alquilaba entonces en La Herradura, el encuentro se cumplió. La corazonada de la hija de él fue acertada. Mi amiga estuvo con este hombre, veinte años mayor que ella, casi diez años. Hasta este jueves. “Me acordé tanto de ti -dijo al verme llegar a la iglesia-. Fuimos al norte, recorrimos los mismos lugares en los que nos encontrábamos mientras él vivía en Punitaqui y yo viajaba desde Santiago; estuvimos en La Herradura, lo pasamos tan bien, estábamos tan contentos, llegamos a Santiago el martes y ayer se quedó dormido sobre el teclado, ve su placidez, no sufrió nada”.
Recuerdo que una vez le pregunté si no sentía miedo de pasar en pocos años de amante a enfermera. Me contestó que mientras llegaba ese momento, se sentía querida y acompañada. Dos días antes de la muerte de él, recibieron los exámenes que se hizo; últimamente no se sentía bien. Los resultados eran desalentadores. Mi amiga hubiese tenido que ser su enfermera durante años. Él prefirió que ella apretara su mano y murió. Aunque mi amiga está muy triste, la generosidad de él, ese sí quiero, fuerte y claro que ambos se dijeron –en este caso sin registro civil– iluminará su mano.
A la memoria de Enrique Zañartu.