(Sobre su primera novela) “Hasta el momento en que empecé a redactar esa novela no había escrito yo más que cartas, y no muchas por cierto. Jamás había tomado a la letra una determinada impresión, una anécdota. La concepción de un libro planeado al detalle era algo completamente ajeno a mis posibilidades mentales en el momento en que me senté a escribir; la ambición de convertirme en autor jamás había salido a colación entre las graciosas existencias imaginarias que a veces uno se crea con agrado, sobre todo en esos momentos de calma y de inmovilidad que favorecen la ensoñación: sin embargo, está claro como la luz del sol que desde el momento en que empecé a ennegrecer la primera página del manuscrito de La locura de Almayer (página que contendría unas doscientas palabras, la misma proporción de palabras por página que ha seguido conmigo a lo largo de los quince años que llevo dedicado a la vida de la escritura), desde el momento mismo en que, con la simpleza propia de mi corazón y la pasmosa ignorancia de mi mente, escribí aquella página, la suerte estuvo echada. Jamás vadeo nadie el Rubicón tan a ciegas como yo, sin invocar a los dioses, sin temor a los hombres”.
“Lo único que sé es que a lo largo de veinte meses, rechazando las comunes alegrías que nos da la tierra incluso a los más humildes mortales, al igual que el profeta de antaño, “había luchado a brazo partido con el señor” (Jacob) en aras de mi creación, de los entrantes y salientes de la costa, de las nieblas del golfo Plácido, de la luz que destella sobre la nieve, de las nubes del cielo y del aliento de la vida que era menester insuflar en hombres y mujeres por igual, latinos y sajones, judíos y gentiles. Puede que éstas resulten palabras fuertes en exceso, pero de otra manera sería muy difícil caracterizar la intimidad y la dura pugna de un esfuerzo creativo en el que la mente, la conciencia y la voluntad han de empeñarse a fondo, hora tras hora, día tras día, apartadas del mundo y con absoluta y rigurosa exclusión de todo aquello que hace la vida algo adorable y placentero, algo cuyo único paralelismo material solamente puede encontrarse en el eterno y sombrío esfuerzo que entraña el paso en invierno y con rumbo oeste del Cabo de Hornos. Y es que también ése es un combate que sostienen los hombres contra el poder de su Creador, aislados por completo del mundo, sin la amenidad y los consuelos que nos da la vida, sumidos, en fin, en una lucha solitaria y librada con la convicción de la propia pequeñez, no por ninguna recompensa que pudiera resultar adecuada, sino por la mera hazaña que supone ganar una determinada longitud”.
Fuente: Conrad, Joseph, Crónica personal, Alba editorial, Madrid, 1998.