Por David Foster Wallace
La mejor metáfora que conozco para eso de ser un escritor de ficción con un libro largo a medio escribir es el Mao II de Don DeLillo, donde describe al libro en proceso como una suerte de bebé horriblemente deformado que sigue al escritor por todos lados, gatea siguiendo al escritor (se arrastra por el piso de los restaurantes donde el escritor trata de comer, aparece al pie de la cama apenas se despierta, etc.) con sus horribles deformaciones, su hidrocefalia y su cara sin nariz y sus brazos como aletas y su incontinencia y su retardo y su fluido cerebro-espinal que babea mientras hace gorgoritos y le grita al autor, pidiendo que lo amen, pidiendo justo lo que su misma fealdad le garantiza: la absoluta atención del escritor.
El tópico del bebé deformado es perfecto porque captura la mezcla de repulsión y amor que el escritor de ficción siente por el texto en que está trabajando. La ficción siempre sale horriblemente defectuosa, una traición horrible a todas tus ilusiones, una caricatura repelente y cruel de la perfección del concepto –sí, hay que entenderlo: grotesca porque es imperfecta–. Y sin embargo, ese bebé es propio, es uno y uno lo ama y lo mima y le limpia el fluido cerebro-espinal de la boquita fofa con la manga de la única camisa limpia que queda (y queda una sola camisa limpia porque hace como tres semanas que uno no lava nada porque por fin parece que este personaje o este capítulo está al borde de definirse y funcionar y uno está aterrado de pasar un minuto haciendo otra cosa que trabajar porque si uno se distrae aunque sea un segundo puede perderlo, condenando al bebé a la fealdad eterna). Y uno ama tanto al bebé deforme y le tiene tanta pena y lo cuida tanto; pero también uno lo odia –lo odia– porque es deforme, repelente, porque le pasó algo grotesco en el parto que va de la cabeza a la página; lo odia porque su deformidad es la deformidad de uno (si uno fuera un mejor escritor de ficción el bebé por supuesto que sería como esos bebés de los catálogos de ropa de bebés, perfecto y rosadito y continente con su líquido cerebro-espinal) y cada una de sus exhalaciones horribles incontinentes es un cuestionamiento devastador para uno, a todo nivel… y por eso uno quiere que se muera, hasta cuando uno lo mima y lo limpia y lo alza y hasta le da a veces atención de emergencia cuando parece que su deformidad lo asfixia y se va a morir nomás.
Todo esto es muy desordenado y triste, pero a la vez es también tierno y conmovedor y noble y cool –es una relación genuina, a su modo– y hasta en el pico de su fealdad el bebé deforme de alguna manera toca y despierta lo que uno sospecha son las mejores cosas de uno: cosas maternales, cosas oscuras. Uno ama mucho a su bebé. Y uno quiere que otros también lo amen cuando llegue el momento de que el niño deforme salga y enfrente al mundo.
Pero querer que otros lo amen, de hecho, significa la esperanza de que otros de alguna manera no vean al nene deforme como uno lo ve –como una traición grotesca y mal formada de las mismas posibilidades que le dieron vida–. Uno espera y mucho que ellos lo miren y lo alcen y lo mimen y se enamoren de algo que ellos ven como rosadito y entero, como el tipo de milagro trascendente que son los bebés sanos y los libros a escribir.
O sea que uno queda medio entrampado: uno ama al nene y uno quiere que otros lo amen, pero eso significa esperar que otros no lo vean de verdad. Uno quiere más o menos engañar a los otros: que vean como perfecto algo que de corazón uno sabe que es una traición a cualquier noción de perfección.
O uno no quiere engañar a nadie: lo que uno quiere es que ellos vean y amen a un bebé divino, milagroso, perfecto, de propaganda y que encima tengan razón en lo que ven y sienten. Uno quiere equivocarse por completo: uno quiere que la fealdad del bebé deforme resulte ser nada más que una rara alucinación o engaño de uno. Sólo que eso significaría que uno está loco: uno fue perseguido por y asqueado por deformidades horrendas que de hecho (otros lo convencen a uno) no existen. O sea que a uno le faltan al menos un par de jugadores, no hay duda. Aún peor: también significaría que uno ve y desprecia deformaciones en algo que uno creó (y ama), en la propia semilla, de cierto modo en uno mismo. Y esta última y mejor esperanza representaría algo mucho peor que ser un mal padre: sería una clase terrible de autoagresión, casi de autotortura. Pero pese a todo es lo que uno más desea: estar completa, insana y suicidamente equivocado. Todo esto es muy divertido. No me malinterpreten.
Fuente: Suplemento Radar Libros de Página/12