Por John Berger
Llevo ochenta años escribiendo. Primero, cartas, luego, poemas y discursos, después, artículos y libros, ahora, notas. La actividad de escribir ha sido vital para mí, me ayuda a dar sentido y a seguir. Escribir es, sin embargo, una derivación de algo más profundo y general: nuestra relación con el lenguaje como tal. Y el tema de estas pocas notas es la lengua.
Empecemos por analizar la actividad de traducir de un idioma a otro. La mayoría de las traducciones de hoy son tecnológicas, mientras que yo me estoy refiriendo a las traducciones literarias: la traducción de textos que se refieren a la experiencia individual.
La visión convencional de lo que esto entraña propone que el traductor o traductora estudie las palabras de una página en un idioma y las vierta en otro idioma y otra página. Esto implica una presunta traducción palabra por palabra y luego una adaptación para respetar e incorporar la tradición y reglas lingüísticas del segundo idioma y por último emplearse otra vez otra para recrear el equivalente de la “voz” del texto original. Muchas traducciones – acaso la mayoría – siguen este procedimiento y los resultados son dignos, pero de segunda fila.
¿Por qué? Porque la verdadera traducción no es un asunto binario entre dos lenguas sino un asunto triangular, siendo el tercer vértice del triángulo lo que estaba detrás de las palabras del texto general antes de que se escribiera. La verdadera traducción exige un retorno a lo pre-verbal. Uno lee y relee las palabras del texto original con el fin de penetrar en ellas para alcanzar, tocar, la visión o experiencia que las provocó. Reúne entonces uno lo que ha encontrado ahí, toma esta “cosa” temblorosa casi sin palabras y la coloca detrás de la lengua a la que necesita traducirla. Y ahora la tarea principal reside en persuadir al lenguaje anfitrión de que deje entrar y dé la bienvenida a esa “cosa” que está esperando a ser articulada.
Esta práctica nos recuerda que un idioma no puede reducirse a un diccionario o a una reserva de palabras y frases. Tampoco se puede reducir a un almacén de las obras escritas en él. Una lengua hablada es un cuerpo, una criatura viva, cuya fisonomía es verbal y cuyas funciones viscerales son lingüísticas. Y el hogar de esta criatura es lo inarticulado, lo mismo que lo articulado.
Consideremos la expresión “lengua materna”. En ruso se dice rodnoy-yazik, que significa “lengua más próxima” o “más querida”. En caso necesario podríamos llamarla “lengua del cariño”. La lengua materna es la primera de cada uno, la primera oída de niño.
Y dentro de una lengua materna están todas las lenguas maternas. O por decirlo de otro modo: toda lengua materna es universal. Noam Chomsky ha demostrado de modo brillante que todos los idiomas – no sólo los verbales – tienen ciertas estructuras y procedimientos en común. Y así una lengua maternal guarda relación (¿rima con?) lenguajes no verbales, como el lenguaje de signos, el del comportamiento, el del acomodo especial. Cuando dibujo, trato de desenmarañar y transcribir un texto de apariencias, que ya tiene, lo sé, su lugar indescriptible pero asegurado en mi lengua materna.
Palabras, términos, frases pueden separarse de su lengua y utilizarse como meras etiquetas. Se vuelven entonces inertes y vacías. El uso repetitivo de acrónimos es un sencillo ejemplo de esto. La mayor parte del discurso político se compone hoy de palabras que, separadas de cualquier criatura de lenguaje, son inertes. Y ese “palabrismo” borra la memoria y engendra una despiadada complacencia.
Lo que me ha movido a escribir a lo largo de los años es la corazonada de que hay algo que se tiene que contar y de que, si no intento yo contarlo, corre el riesgo de que se quede sin contar. Me veo a mí mismo como un hombre que va saliendo del paso, más que como un escritor relevante, profesional.
Después de escribir unas cuantas líneas, dejo que las palabras vuelvan furtivamente a la criatura de lenguaje. Y ahí las reconoce y hospeda una multitud compuesta por otras palabras, con las que tienen una afinidad de significado, de oposición, de una metáfora, aliteración o ritmo. Escucho su confabulación. Juntas disputan el uso que le he dado a las palabras que escogí. Ponen en solfa los papeles que yo les adjudiqué.
De modo que modifico las líneas, cambio una palabra o dos, y las presento de nuevo. Empieza otra confabulación. Y sigue así hasta que hay un murmullo quedo de consentimiento provisional. Entonces prosigo con el párrafo siguiente.
Comienza otra confabulación…
Pueden otros ubicarme a su gusto como escritor. Para mí mismo, soy el hijo de puta…y ya podemos imaginarnos quién es la puta, ¿no?
Fuente: Sin permiso, publicado por primera vez en The Guardian.