Por Sherwood Anderson
Me cuesta mucho trabajo contar un cuento después de haberlo imaginado. Tras captar el tono de una historia (durante una conversación o de cualquier otra forma) me ocurre lo que a una mujer recién embarazada: algo crece en mi interior. En las noches, metido en mi cama, siento las patadas del cuento contra mi cuerpo. Muchas veces llego a oír claramente cada una de sus palabras, pero apenas me levanto a escribirlas, desaparecen.
Estoy obligado a explorar terrenos desconocidos para mí. Otros han sentido lo que yo siento, han visto lo mismo, pero ¿cómo han vencido las dificultades? Cuando contaba sus cuentos, mi padre recorría el cuarto de arriba abajo, frente a su público. Disparaba frasecitas provocativas y vigilaba a los oyentes. Podía haber un viejo granjero de aspecto estólido sentado en un rincón. Papá no le quitaba los ojos de encima. “No se me escapa”, pensaba, mirando al tipo a los ojos. Si la frase que había soltado no causaba efecto, lanzaba otra y otra. Tenía una gran ventaja: podía actuar, expresar todo lo que no cabía en las palabras: fruncía el ceño, agitaba los puños, sonreía, lanzaba miradas de dolor o perplejidad. Yo he tenido que renunciar a todas esas ventajas al decidir escribir mis cuentos en vez de contarlos. Y cuántas veces he maldecido mi suerte.
¡Qué significativas han llegado a ser las palabras para mí! Más o menos en esa época, una paisana que vivía en París, Gertrude Stein, había publicado un libro que llegó a mis manos: Tender Buttons. Me fascinó. Era completamente experimental, un intento de liberar las palabras de sus significados, al menos en el sentido más trivial de la palabra. Este experimento seguramente había tentado a muchos poetas, pensé. ¿Me servirá de algo a mí? Decidí intentarlo.
Uno o dos años antes, otro compatriota, el pintor Félix Russman, me había llevado a visitar su estudio y me había mostrado sus pigmentos. Los puso en una mesa frente a mí y luego salió durante un rato, porque su esposa lo había llamado. Fue un momento emocionante. Di vueltas a las pequeñas muestras de color, puse una junto a la otra. Las miré de lejos y de cerca. Quizá por primera vez en mi vida, intuí cómo es el mundo interno de los pintores. Varias veces me había preguntado por qué algunos cuadros de los antiguos maestros, colgados en el Instituto de Arte de Chicago, tenían tan extraños efectos sobre mí. Ahora, por primera vez, lo entendí. El verdadero pintor se revela a sí mismo en cada pincelada. Tiziano hace sentir intensamente el esplendor de su ser, Fra Angélico y Sandro Botticelli irradian una honda ternura que puede llenar los ojos de lágrimas; la morbosidad de Bouguereau aflora a pesar de su admirable técnica, mientras Leonardo hace sentir todo el poder de su mente, de la misma forma que Balzac transmite a sus lectores la universalidad de la suya y su capacidad de asombro.
Así pues, las palabras usadas por el cuentista son como los colores del pintor. La forma es otra cosa. Surge de la materia del cuento y de las reacciones del narrador hacia ella. El cuento que busca su forma es lo que patalea dentro del cuentista mientras trata de dormir.
Pero las palabras son algo más. Son la superficie, el disfraz del cuento. Por fin empezaba a ver claro. Sonreí un poco al comprender qué pocas palabras nativas habían sido usadas hasta entonces por nuestros cuentistas. Si les interesaba el color local recurrían al slang. Sin duda nosotros, meros escribas autóctonos, habíamos pagado cara la sangre inglesa que aún corría por nuestras venas. Los ingleses habían metido sus libros en nuestras escuelas y sus ideas sobre la corrección seguían grabadas en nuestras mentes. Las palabras, tal como normalmente aparecían en nuestros escritos, eran un ejército que marchaba en cierta formación, y los generales que estaban al mando seguían siendo ingleses. Las había visto desfilar, siempre con aire de palabras escritas, y había acabado por pensar en ellas de la misma forma: escritas.
Pero si se trataba de contar un cuento a unos publicistas sentados en un bar de Chicago o a un grupo de obreros junto a la puerta de su fábrica en Indiana, instintivamente licenciaba al ejército. Había lugar para lo que nuestros escritores más correctos han llamado siempre “palabras impublicables”. Aquí y allá podía causar sensación con un poco de irreverencia. Sin pensarlo, usaba el vocabulario de quienes me rodeaban, estaba obligado a hacerlo si quería lograr algún efecto. Porque el cuento que estaba contando era solamente la historia de un tipo llamado Smoky Pete y de cómo había metido la pata en su propia trampa. 0 tal vez era la historia de Mama Geigans. Diablos. ¿Qué tenían que ver las palabras de un cuento así con las de Thackeray o Fielding? Los cuates a quienes se los estaba contando conocían a veinte Smoky Petes y Mama Geigans. Si hubiera incurrido en los clásicos moldes ingleses habría escuchado un rugido: ¡Basta! ¡No nos presumas tus palabras domingueras!
Y claro que no siempre quería hacer reír a mis oyentes. A veces quería conmoverlos o que se identificaran con lo que estaban oyendo. 0 tal vez quería proyectar una nueva luz sobre alguna historia que ya conocían.
¿Lo lograrían las palabras comunes y corrientes que usamos en las tiendas y en las oficinas? Sin duda los paisanos con quienes conversaba habían sentido todo lo que sintieron los griegos y los ingleses. Les llegaba la muerte, y las jugarretas del destino asaltaban sus vidas. Estaba seguro de que ninguno de ellos vivía, sentía ni hablaba como pretende la mayoría de nuestras novelas. Y era indudable que no había ningún cuento parecido a los que publicaban las revistas (hijos bastardos de Maupassant, Poe y O’Henry) en las vidas que yo conocía.