Por Augusto Monterroso
Un libro es una conversación. La conversación es un arte, un arte educado. Las conversaciones bien educadas evitan los monólogos muy largos, y por eso las novelas vienen a ser un abuso del trato con los demás. El novelista es así un ser mal educado que supone interlocutores dispuestos a escucharlo durante días. Quiero entenderme. Que sea mal educado no quiere decir que no pueda ser encantador; no se trata de eso y estas líneas no pretenden ser parte de un manual de buenas maneras. Bien por la mala educación de Tolstoi, de Victor Hugo. Pero, como quiera que sea, es cierto que hay algo más urbano en los cuentos y en los ensayos. En los cuentos uno tantea la buena disposición del interlocutor para escuchar una historia, un chisme, digamos, rápido y breve, que lo pueda conmover o divertir un instante, y en esto reside el encanto de Chéjov; en los ensayos uno afirma algo que no tiene mayor cosa que ver con la vida del prójimo sino con ideas o temas más o menos abstractos pero (y aquí querido Lord Chesterfield, volvemos a las buenas maneras) sin la menor intención de convencer al lector de que uno está en lo cierto, y en esto reside el encanto de Montaigne.
¿Qué ocurre cuando en un libro uno mezcla cuentos y ensayos? Puede suceder que a algunos críticos ese libro les parezca carente de unidad ya no sólo temática sino de género y que hasta señalen esto como un defecto. Marshall McLuhan les diría que piensan linealmente. Recuerdo que todavía hace pocos años, cuando algún escritor se disponía a publicar un libro de ensayos, de cuentos o de artículos, su gran preocupación era la unidad, o más bien la falta de unidad temática que pudiera criticársele a su libro (como si una conversación -un libro- tuviera que sostener durante horas el mismo tema, la misma forma o la misma intención), y entonces acudía a ese gran invento (sólo comparable en materia de alumbramientos al del fórceps) llamado prólogo, para tratar de convencer a sus posibles lectores de que él era bien portado y de que todo aquello que le ofrecía en doscientas cincuenta páginas, por muy diverso que pareciera, trataba en realidad un solo tema, el del espíritu o el de la materia, no importaba cual, pero, eso sí, un solo tema. En vez de imitar a la naturaleza, que siente el horror vacui, eran víctimas de un horror diversitatis que los llevaba invenciblemente por el camino de las verdades que hay que sostener, de las mentiras que hay que combatir y de las actitudes o los errores del mundo que hay que condenar, ni más ni menos que como en las malas conversaciones.
No debo pensar que todo esto se me ocurre a raíz de que en estos días comienza a circular en México un libro mío en el que reúno cuentos y ensayos.
Fuente: Calle del orco