Por Augusto Monterroso
Comoquiera que sea, es cierto que prácticamente toda mi obra ha consistido en el acercamiento a dos especialidades hoy alejadas de los reflectores y el bullicio, si bien nada modestas en cuanto a su prosapia: el cuento y el ensayo personal, variando en ocasiones de tal manera sus formas y sentido que algunos comentaristas hablan, refiriéndose a aquélla, de transposición de géneros, cuando no de invasión de unos a otros, lo que vendría a dar un nuevo sesgo a nuestros acostumbrados modos de expresión literaria. Algo se ha dicho también de la brevedad en esta obra, y, como si lo anterior fuera poco, del humor y la ironía en ella, haciendo que yo me pregunte: ¿de verdad cabrá todo eso en el reducido espacio que ocupa? Bueno, el campo de la literatura es tan amplio que en él caben hasta las cosas más pequeñas.
No he pretendido nunca erigirme en defensor del cuento común, o del cuento brevísimo, ni mucho menos en detractor de las novelas, cortas o largas, que me han deleitado y enseñado tanto desde Cervantes a Flaubert y Tolstoi y Joyce; es más, en diversas ocasiones he confesado que aprendí a ser breve leyendo a Proust. El cuento se defiende solo. Por otra parte, no soy un teórico, y sé que a pesar de innumerables tentativas de definición aventuradas por los que saben, hoy día es un problema insoluble establecer lo que constituye un cuento. No obstante, ciertos cuentistas aún no se han enterado de su evolución, y al escribirlos todavía siguen el cumplimiento de antiguas reglas, como aquella de la exposición, el nudo y el desenlace, cuando no la del final sorpresivo; y hay quienes piensan con honestidad que el cuento es un género intrascendente y entonces los escriben -declaran-, a manera de descanso entre su verdadera labor creativa, es decir, sus importantes novelas. Y tampoco seré yo quien trate de sacarlos de esta idea. La verdad es que en este idioma nuestro basta pensar hoy en Jorge Luis Borges, Juan Carlos Onetti o Julio Cortázar para formarse una idea de lo lejos que estamos ya del cuento convencional.
En 1992 Barbara Jacobs y yo publicamos en España una Antología del cuento triste. Toda vez que la tarde en que lo escribimos estábamos más bien taciturnos, nos permitimos aseverar en el Prólogo: “La vida es triste. Si es verdad que en un buen cuento se encuentra toda la vida, y si la vida es triste, un buen cuento será siempre un cuento triste”. No pocos reaccionaron en contra de este pensamiento tan claramente melancólico; y yo no sé si la vida es triste para todos -cosa que dejo a los expertos-; pero se da la circunstancia de que los cuentos que escogimos, casi al azar de nuestras respectivas memorias, no sólo son tristes de verdad sino que resultaron ser obra de algunos de los mejores y más profundos escritores del último siglo y medio, como lo pueden ser desde Herman Melville y William Faulkner, o Leopoldo Alas “Clarín”, hasta Salarrué y Juan Rulfo, pasando por James Joyce, Thomas Mann y Corrado Alvaro, quienes retrataron vívidamente el hondo dramatismo que encierran las existencias cotidianas de hombres y mujeres de cualquier país, pobre o rico, del centro de Europa o del centro de América, a través de este género, que en sus breves dimensiones y su aparente humildad recoge la vida con penetración, verdad y belleza.
Fuente: Discurso de recepción del premio Príncipe de Asturias