Por Hanif Kureishi
(…) Una mujer decide escribir sobre su madre pero se encuentra abrumada por la pena y los sufrimientos. Sigue adelante, pero se detiene, aterrada de lo que puede querer decir. Al final tiene que decidir si quiere seguir o no con ese tema tan doloroso pero fundamental. Quizá prefiera escribir sobre otra cosa. O tal vez necesite descubrir si es capaz de afrontar ese asunto tan difícil. Y también puede pensar: ¿escribir es una forma de aplacar el terror, o de crearlo? Vemos que en este caso la escritora es el material; el poema es la persona. Son la misma cosa. De aquí se deriva que una de las angustias del escritor es el miedo a lo que sus palabras pueden hacerles a otros y lo que otros pueden hacerle a él si dice lo que piensa, aunque sea de forma ficticia. Como siempre hay ciertas ideas que se prohíben o se frenan en las familias -y en todas las instituciones-, casi todos los adultos, aunque sea de manera inconsciente, tienen miedo de expresar lo que piensan sobre determinados hechos. Temen que les acusen de traición y les castiguen, cosas muy posibles. Por lo tanto, deben preguntarse si van a poder soportarlo. Por otra parte, puede ser que exista una verdad personal concreta y que eso sea lo que el escritor desea revelar por encima de todo, y eso crea un conflicto insoportable que le hace bloquearse. Si un alumno no puede escribir más que monólogos deprimentes al final de los cuales el orador se suicida, uno tiene que preguntarse, no sólo sobre el estado de ánimo del autor, sino también por qué no hay más personajes en la obra, por qué no se oyen otras voces.
En el caso del que hablo, era evidente que este alumno -que había estado ingresado en instituciones psiquiátricas en las que le habían hecho poco caso- me estaba mostrando algo que me tenía que tomar en serio y sobre lo que debía reflexionar. Era inquietante, y no me fue fácil ver cómo avanzar. Al final le convencí de que introdujera otros personajes para convertirlo más en una conversación. La verdad es que, al cabo de unas semanas, fue capaz de hacerlo, aunque los suicidios continuaron. Comprendí que, cuando por fin estaba a punto de abordar lo que le era imposible decir, el suicidio era una salida cómoda. Era otra versión del bloqueo del escritor. Pero una vez que sus personajes empezaron a dialogar -y el estudiante vio la importancia de debatir consigo mismo, de abrir su mente-, su obra se desarrolló. Las escenas se alargaron y la gente empezó a hablar. Su obra empezó a ser más accesible para otros. Durante un tiempo, al menos, pareció que el escritor había traspasado parte de su locura a sus personajes. Estaban más enfermos que él. La verdad es que los más sanos no suelen ser los más creativos. Como nos recordó Proust, “todo lo bueno que hay en el mundo procede de neuróticos. Disfrutamos de mil manjares intelectuales, pero no tenemos ni idea del precio que han pagado sus creadores, en noches de insomnio, lágrimas, risa espasmódica, erupciones, asma, epilepsia y el miedo a la muerte, que es peor que todo lo demás”. Lo que me tranquilizaba era el entusiasmo de mi alumno, su empeño en el trabajo. Nuestras reuniones le proporcionaban una estructura útil. Creo que, si no hubiera tenido un profesor que le acompañase en el proceso, habría dado penosas vueltas sin fin y se habría aislado cada vez más. Su obra era una de las más extrañas e imaginativas que he leído, muy alejada del realismo romo y los convencionalismos que la mayoría de los estudiantes suelen considerar un trabajo imaginativo.
Algunos estudiantes tienen grandes fantasías sobre lo que es ser escritor, sobre los beneficios que creen que ser escritor les va a suponer. Eso despierta su deseo y les ayuda a comenzar. Pero, cuando se dan cuenta de lo difícil que es terminar una obra decente, escribir unas 15.000 palabras que merezcan la pena y, al mismo tiempo, se hacen a la idea de que es prácticamente imposible ganar mucho dinero con la escritura, experimentan un bajón, se van a pique, se desaniman y se sienten impotentes. La pérdida de una ilusión puede ser dolorosa, pero, si el alumno consigue superarla -si el profesor consigue mostrarle que su trabajo tiene cosas buenas y le ayuda a soportar la frustración a aprender a hacer algo difícil-, entonces hará mejores progresos.
Al final, el escritor aprende sobre todo de sí mismo, y siempre querrá evolucionar, encontrar nuevas formas para sus intereses. Si tiene suerte, mientras aprende a dar rienda suelta a su imaginación, editará y evaluará su propio trabajo. Eso no quiere decir, claro está, que nunca vaya a necesitar a nadie. Quizá prefiera ignorar a los demás, pero antes tendrá que escucharles, al mismo tiempo que continúa hablando.